La gente llama al médico a domicilio por un montón de cosas, pero a veces esas cosas son las más insólitas del mundo. Una vez una señora de unos cincuenta años me llamó espantada porque creía tener dengue. Según ella la había picado un mosquito que ella había distinguido con patas con rayitas blancas y negras. Estaba nerviosa, agitada, pensando que se iba a morir, había hablado con los hijos, con los sobrinos, no tenía marido. Por supuesto nunca tuvo dengue. 

Otra vez me llamó un tipo, treinta y pico de años, dolor de espalda. Le hice el analgésico inyectable y después, como siempre empezamos a hablar, de una cosa a la otra, terminó confesándome que veía a la madre. El tema era que ella había fallecido hacía dos años. Así que había estado en tratamiento psiquiátrico pero no había resultado. Ahora estaba tratando de solucionar el tema con una curandera. Ella le decía que veía a la madre porque el alma deambulaba todavía buscando algo, una deuda la retenía en este mundo. Así que el muchacho trataba de dilucidar qué le faltaba hacer a la madre.

Pero esta vez, esa tarde, creo que el motivo de consulta superó todas las expectativas, hasta hubiera sido digno de algún récord Guinness. 

Golpeé la puerta y salió una señora gordita, bajita, con rulos, con rouge en las mejillas. Usaba un vestido floreado, parecía un arbolito de navidad. Pasé al comedor. Había un tipo morocho, robusto pero petiso, pelado, con unos lentes apoyados en la punta de la nariz. Sentado a la punta de la mesa, leía el diario. Una heladera con imanes de animalitos. Una mesada llena de platos apilados sobre un repasador húmedo. El televisor encendido en un programa de chimentos, pero en mudo. Un modular con puertas, cajones, y un estante con libros. 

La señora me guió hasta una de las piezas, pasamos junto al tipo que ni levantó la mirada. 

En la pieza había un pibe sentado sobre una cama. La cama tenía una colcha celeste. Había estantes con autitos, con muñecos, un póster de El hombre araña pegado en una de las puertas del placard. Sobre la mesa de luz había apilados de manera despareja cinco o seis libros. Los reconocí, eran esos libros amarillos de la colección Robin Hood. Yo había leído algunos en la adolescencia. 

Me paré a un costado, el pibe me miró, parecía la mirada de un perro manso. 

–¿Qué anda pasando? –pregunté.

El pibe levantó el mentón señalando a la madre. 

La señora se acomodó el vestido pasándose las manos por las caderas.

–Lee todo el día –dijo.

Casi se me escapa una carcajada, se me inflaron los cachetes, me tapé la boca.

La señora desvió los ojitos en un gesto policial, me escrutó.

El niño sonrió. 

Me puse serio. 

–¿Es alérgico a algún medicamento? ¿Tiene alguna enfermedad? –pregunté para desviar el tema, relajarme, salir de la situación.

–Nada de nada –dijo la señora–. Lee, todo el día, lee. 

–¿Cuántas horas por día? –pregunté, haciéndome el correcto.

–Todo el día –dijo la señora. 

El pibe volvió a poner cara de pequinés triste.

Me puse las manos en la cintura. Miré los libros sobre la mesita de luz. Agarré uno, como un comisario lo hojeé. 

–Vaya, vaya –dije–. Señora, ¿me podría dejar a solas con él?

La señora vaciló. 

–Claro –dijo. Salió y arrimó la puerta. La empujé y la cerré.

Me senté en la cama al lado del pibe. Pensé en mi padre. Leer tiene que ver con mi padre. Mi padre leía en su cuarto de estudios en el fondo de mi casa, leía en la cama, a la luz del velador, antes de dormir, leía a la mesa de la cocina mientras el olor a comida estaba llegando, leía, leía, siempre lo admiré, desde chico intenté descifrar qué extraña pasión lo movía a pasar horas y horas con un libro. Hasta que me di cuenta de que yo era un bicho parecido a él, en el carácter de mierda, en lo obsesivo, en tantas cosas y también en la lectura. 

–¿Qué leés? –le dije en un tono que intentó ser comprensivo.

–Leí La isla del tesoro, Azabache, y ahora estoy con El llamado de la selva.

–¿Leés mucho?

–Sí –dijo y se encogió de hombros.

–Yo también –dije. Y me incliné hacia adelante, como alguien que está cansado o que confiesa algo importante.

Nos quedamos en silencio. 

–¿Leés mucho, mucho? –le pregunté de nuevo, no sé por qué.

–Sí –dijo–. Mucho, mucho.

De la cocina vinieron unos gritos, era la mujer, se quejaba como una perra a la que le pisaron la cola. El hombre gritó algo también. Entonces no fue necesario preguntarle al pibe por qué leía tanto. 

La lectura nos ayuda a soportar, pensé. Le iba a decir que me sentía solo y que por eso leía, ese era mi motivo. Después pensé que no podía ser tan pelotudo como para decirle eso a un pibe, y posiblemente él ya sabía que uno leía porque se sentía solo o porque le gustaba la soledad.

Le puse una mano en el hombro. 

–Edgar Allan Poe, ¿lo conocés?

–No –dijo.

–Antes de terminar la primaria tenés que leer El gato negro –le dije–. Edgar Allan Poe leía todo el día, y Cortázar también, también lo llevaron al médico. ¿Leíste algo de Cortázar?

–No –me dijo.

–Te diría que leas El perseguidor, pero sos muy chico para ese cuento. Empezá por Un tal Lucas –supe que iba a leer El perseguidor.

–¿Usted es médico?

–Claro –dije. Me señalé el estetoscopio.

–¿Y por qué sabe tanto de libros?

Sonreí. 

–Como médico soy un buen escritor –dije–. Y como escritor, soy un escritor de la B. Así que imaginate.

El pibe miró hacia los libros.

Levantó los hombros. 

–¿Entonces? –preguntó.

–Hacete el boludo –le dije–. Por unos días leé un poco menos, así no quedás mal vos ni yo. Después arrancá de nuevo. Si te quieren llevar a un psicólogo, negate –dije. Sentí que estaba hablando de más.

Me quedé callado. Pensé en mi casa, en la puerta de madera, en el pasillo, la luz encendida en el fondo y la pava sobre la mesa, y la yerba y el azúcar. Pero mi mujer se había ido y ya no habría nunca más bizcochitos en un plato. Nunca me gustaron frases como “a ver si sacás la basura”, “¿podés dejar tus libros ordenados?”, “no dejes la toalla mojada en el parquet de la pieza”, “me molesta que fumes en la cama”, pero peor es el silencio. 

–Estoy leyendo un libro… –le dije al pibe. Le iba a decir que se trataba de tipos solitarios, abandonados, heridos de amor, que esperaban a que lo peor pasara, pero no se lo dije.

Me puse de pie. 

Le estreché la mano.

–La vida es un relato constante –le dije. Me sonrió, y yo lo quise.

En la cocina el padre seguía sentado a la mesa, concentrado en el diario, la pelada reflejaba la luz que colgaba del techo. La señora, gordita, en su vestido multicolor me interrogó con la mirada. No contesté.

–¿Qué dice, doctor? –insistió ella.

–Mire, señora, un amigo mío, un psicólogo dice: mientras más palabras sabe un hombre, más herramientas tendrá para arreglárselas en la vida. Le dije a su hijo que leyera un poco menos, pero en realidad le diría a usted que lo deje leer tranquilo. 

Terminé de decir eso y me sentí un poco irrespetuoso, pero entonces el hombre levantó la vista del diario, y elevó el brazo y exclamó:

–¡Te dije que no le rompás las pelotas a Esteban! ¡Ya se lo dije, doctor!

A pesar de la brutalidad del tipo, sentí simpatía por él.

Cuando llegué a mi casa me bañé, en vez de dejar la toalla tirada en el piso, la colgué en una silla, y el silencio fue doloroso. Me acosté en la cama, en calzoncillos, destapado, la luz del velador. Agarré el libro. Me puse a leer el cuento del tipo que encuentra un zapato rojo en el medio una avenida, pero cuando llegué a la mitad ya no lo podía leer, dejé caer el libro a un costado, el reloj despertador sobre la mesa de luz, el segundero, el entusiasmo del segundero. Una vez le dije: lo único que quiero es que vos seas feliz, pero era mentira. Yo quería que fuera feliz, pero conmigo.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 18/05/24

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