Yo no sé, no. “¿Qué hora es, jefe?”, le preguntó Raúl al diariero, que metió la mano en la canasta de diarios, sacó un reloj, lo miró y contestó: “Faltan 15 para las 11”. Esa mañana veníamos caminando por Lagos unos cuantos y al llegar a la vía esa que atravesaba la ciudad pegada a Vera Mujica, vimos la barrera baja y la alarma sonando. No cruzamos, pensando que pasaría una zorra, y empezamos a apostar. Unos decían: “A que pasa una manual”. Y otros: “A que es una de las nuevas a motor”. 

Esa semana, en la cancha de la aceitera (Godoy casi al 5000), participamos en un torneo. En un partido, a 15 minutos del final, lo talaron mal de atrás al 8 nuestro que era el Colo. Empujón va, empujón viene, de pronto se armó una de piñas generalizadas. Había participantes de otros equipos a los puñetes –al parecer había pica de antes–, nosotros agarramos las pilchas y emprendimos la retirada, pero antes lo esperamos a Fari. El gordo se había quedado para rescatar a Carlos que estaba en el medio de la bataola. 

Tiguín se había puesto de novio; los sábados era monaguillo y se veía con su novia atrás de la capilla, 15 minutos antes de la última misa del sábado. Siempre nos decía: “Tengo 15 minutos para que el señor me perdone”. 

José, cada vez que iba a pescar al Mangrullo, 15 minutos antes de las diez de la noche cambiaba de carnada. Eso lo empezó hacer desde que vio a don Julio pescar un dorado faltando unos 15 minutos para las 22, con una cucaracha como carnada. Ricardo, el jueves de esa semana, fue por bizcochos a lo de don Manuel. La primera tanda salía a la tarde, tipo una. Ricardo, mientras esperaba los bizcochos en la vereda de la panadería, perdió 10 japos y un acerito faltando 15 minutos para la una. Manuel, cuando sentía que empezaba a sonar Puerto Montt de los Iracundos, en el parquecito, se concentraba más en el metegol. No quería perder un sólo tanto. Manuel sabía que 15 minutos después de los uruguayos, las luces se empezaban a apagar. Juancalito nos mostraba con cierto orgullo unos raspones que tenía en la pierna, como si fueran heridas de una batalla ganada: Juancalito se había caído cuando salió de vuelo para conseguir el último yoyó Russell legítimo que estaba en venta en un kiosco por Lagos y alcanzó a comprarlo justo 15 minutos antes de que el kiosco cerrara.

Pedro, el lunes de esa semana, se bajó del 52 pensando en ver unos de los últimos capítulos de la Caldera del diablo. En el camino a su casa vio a aquella piba con una sonrisa encantadora que le aceleraba el cuore. Después de unas palabras, le dijo que la quería, una declaración de amor muy a las apuradas. Faltaban 15 minutos para que las miradas de Mia Farrow y Ryan O’Neal se cruzaran en el conflicto Peyton Place, y Pedro sentía que tenía el corazón roto. 

Esa mañana al final no pasó ninguna zorra. La hilera de autos, motos y bicis llegaba como a tres cuadras. Nadie quiso pasar con las barreras bajas, ni siquiera los que andaban a gamba como nosotros, ninguno quería perderse ver pasar el tren que podía ser el último que pasara por ahí. Durante el último mes se rumoreaba que levantarían esa vía. Faltaban 15 minutos para las 11 (hora a la que siempre pasaba el tren) y el empleado del ferrocarril ya había bajado las barreras y se había rajado. Seguro había ido por bizcochos.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 13/07/24

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