Yo no sé, no. “El gallito está mirando pa tras, para el sur”, dijo Manuel, mientras se ponía un desgastado buzo rompevientos que alguna vez fue azul, y entraba a la cancha del cilindro en la posición de 8. José, que estaba como suplente, sentado cerca de los ligustros, nos decía que en la zona de los ranchos de pescadores había visto un gran cajón como una jaula o gallinero colgando de un palo con dos gallos. José tenía la idea de que eran gallos de riña que en cualquier momento se enfrentarían y que el ganador sería nombrado “El pollo del Paraná”.

Tiguín, a su bici Graciela le había pintado dos plumas rojas en el caño y en el manubrio una pluma real, pero de una bataraza. Tiguín se enojaba cuando su bici iba a desarrollar la velocidad que tenía el trote de un pollo. Carlos y Raúl estaban preparando al equipo, el nuestro, para un torneo que se haría en la cancha de Peñarol (Ovidio Lagos al sur). “Allí hay que tener mucha templanza para jugar”, nos decían. La cuestión era que estaríamos lejos del barrio y los de ahí, como eran locales, se hacían los gallitos, y para eso lo mejor era tener mucha templanza. Pedro y Pichi le explicaban a Eva y a Isabel que donde se juntaba agua de lluvia era muy probable que se encontrara una delicia: la planta con los huevitos de gallo, como en la esquina de Iriondo y Centeno. A una cuadra de allí, en un terreno baldío, antes de que se transformara en la plaza Santa Isabel de Hungría, una pibas jugaban al gallito ciego. Cheneo, los viernes se iba para el gimnasio de don Juan (un ex boxeador) para estar en forma. Su peso daba justo para la categoría pluma. Juancalito estaba re emocionado porque vio al 7 de Morón apostado y recostado sobre la pared (era la figu que le faltaba y estaba a un tiro de conseguirla).

Durante la tarde del sábado, vimos como doña Josefa buscaba a las últimas pininas. Nos preguntó si habíamos visto a su gallito, el que estaba viejito y casi ciego, le dijimos que no. Al rato, cuando estábamos alrededor de un fueguito, llegó Manuel diciendo: “Hagan una vaquita para los puchos y las bebidas que dentro de un rato traigo un pucherito de gallina”. Todos nos miramos y pensamos que sería un puchero de gallito. Al rato vimos el gallo de la veleta que miraba hacia atrás y hacia adelante, y parecía aferrarse a una lanza. Un fuerte viento sur se despedía de agosto y, en ese momento, el pequeño gallo rojo de doña Fortunata, el viejito y casi ciego, sacaba de raje a unos gatos con mañas de comadreja. Mientras tanto, de alguna radio salía la voz de Edmundo Rivero sugiriendo que a ese momento había que acompañarlo con un “viejo vino Carlón”.

Publicado en el semanario El Eslabón del 31/08/24

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