Yo no sé, no. Recién había pasado poco más que el 10 de enero y ya nos parecía que estábamos en el mes más largo de todos. Manuel, una tarde como a las seis, sentado en la sombra del gran eucalipto que estaba pegado a la cancha de Cilindro, dijo: “Para mí treintiún días no son muchos. Lo que tiene enero son días con un montón de horas, horas que casi siempre te agarran sin saber qué hacer”.
Tiguín se dio cuenta que si se levantaba a las cinco y le metía mano al motor de la moto, a la tarde podía ir para el lado de barrio Triángulo hasta las ocho y media, hora en la que todavía había luz natural. Y las pibas de ese barrio se quedaban en la vereda hasta que se prendían las luces de la calle. José, por más que se levantara temprano, a eso de las cuatro se le cortaba el agua o salía a gotas. Y como estaba trabajando en una changa de albañil, la falta de agua lo paraba y pasaba un par de horas sin hacer nada. Juancalito nos dijo que a él, en los días de enero no le sobraban horas porque temprano lo mandaban a lo de la Pupi para clases particulares de matemática y a veces a la tarde para lenguaje. Carlos se pasaba las horas de esos días con un juego nuevo: el ajedrez. Pero como era el único que entendía –y que le gustaba; casi todos éramos jugadores de Damas–, estando solo se aburría. Raúl se propuso ir dos horas por día a rescatar las pelos que habíamos perdido en distintos patios. Convenció a Pedrito para que lo acompañe a ir a las distintas casas todas las tardes, por las de gomas y alguna que otra de cuero. A veces tuvieron que saltar tapiales sin pedir permiso.
La Graciela y Ana tenían ocupadas un par de horas cuando se anotaron para aprender a bailar flamenco. Nosotros les decíamos que dos horas por día eran gitanas y que en febrero tendrían que ir a aprender a adivinar el futuro. La Susi vino un sábado con unos caramelos nuevos, diciendo que cada uno duraba treinta minutos.
Estábamos en la plaza cerca de las ocho de la tarde noche, y con un sol que ni amagaba en irse. Pedro pensó que apenas oscurezca se iría con la Moni detrás de los pinos. La Moni le había hecho una “caída de ojos”. Pasó un rato y el sol seguía alumbrando. La Susi se había comido varios caramelos media hora. Pedro le preguntó cuántos se había comido. “Seis”, le indicó ella. Pedro miró el sol, el último churrero no había pasado, tampoco el tren que venía de Retiro a las diez de la noche. Miró a la Moni y se prendió un LM, sabiendo que otra vez sería, no esa tarde, porque ese sábado de enero tenía las horas más largas del año.
Publicado en el semanario El Eslabón del 18/01/25
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