A lo largo de toda la civilización humana las palabras han sido elementos de comunicación entre los hombres. Y también de transformación, cambio y revolución. A través de ellas nos animamos a ir por más, a pensar en un destino individual y colectivo mejor, que nos deje en un estadio superior en nuestras vidas. Una de las acciones humanas más vinculada a las palabras es la política, escenario de disputas, consensos, luchas, enojos y disensos continuos.

La pregunta hoy es, ¿cuál es el valor que se les da a las palabras en la política argentina de estos días? La duda surge a partir de lo que, cotidianamente, escuchamos ya no como propuestas electorales (deseo utópico si se quiere) sino de afirmaciones de algunos protagonistas que, hoy, parecen llevarse las palmas mediáticas de la oposición a un modelo de gestión política. Un ejemplo acabado de esto es la figura del ex gobernador santafesino, y actual senador, Carlos Alberto Reutemann quien, muy suelto de cuerpo, y sin que ninguno de los brillantes analistas que supimos conseguir ejerciera el sano y cada vez más inexistente ejercicio de la repregunta, afirmó, “yo soy un hombre de centroizquierda, mi modelo es Lula”. Y ante esto nos quedan varias opciones: el silencio espasmódico, la carcajada burlona o el intento, a veces inútil, de escribir alguna forma de respuesta ante tanta impunidad para comparar lo incomparable.

Brevemente, en pocas líneas y a grandes rasgos, definamos qué es ser de izquierda y qué es ser de derecha. En el primero caso, la persona cree en lo colectivo como razón esencial de las prácticas políticas y sociales cotidianas. Afirma su identidad desde un “nosotros” que brega por una distribución más equitativa de lo que un país produce y que reconoce, en la modernidad de los dos últimos siglos, al Estado como el articulador de los intereses de aquello que menos tienen, llevando consigo un rol muy activo en el ámbito de la economía, espacio central de la vida en sociedad.

Ser de derecha por su parte, supone el desafío de que cada individuo luche por mejorar su propio destino, el cual sólo él puede modificar y donde la inventiva personal juega un rol determinante. No está tan interesado en la participación colectiva, ya que, al pagar sus impuestos transfiere su responsabilidad a otros para obtener una vida más segura (en los extremos, algunos han tratado de vincular al pobre Hobbes con estas ideas). El Estado es, cuanto menos, un adversario y no debe inmiscuirse en las decisiones privadas de los hombres ni en aquellas que refieren a la defensa de sus bienes, por ejemplo, una empresa.

Veamos ahora entonces, el ejemplo de Lula desde dos aspectos centrales de la vida pública y conocida de cualquier dirigente: su formación política y su gestión en el cargo para el que fue elegido.

En el primero de ellos, Lula Da Silva fue un niño que no pudo terminar siquiera la escuela primaria, que tuvo que trabajar desde su infancia para intentar no morirse de hambre en su Pernambuco natal, aportando unas pocas monedas al hogar materno. Con los años, siendo joven aún, consiguió un trabajo como obrero metalúrgico el cual, con el paso de los años, le permitió transformarse en delegado fabril y comenzar así su carrera política que hoy, algunos, definimos como ejemplar. Siguió pasando el tiempo, y formó parte del Partido de los Trabajadores que representaba (y representa) un movimiento social donde convivían decenas de agrupamientos políticos de diversa índole y talla.

Es decir, Lula llega al poder a través de un fenomenal movimiento de masas que se construye, cambia, muta y se transforma durante no menos de 30 años y que decide, en tres oportunidades, presentar al ex dirigente metalúrgico a la candidatura de la presidencia de Brasil superando dos derrotas que fueron realmente muy duras pero que, a la vez que el sueño parecía cada vez más lejano, evitaba la diáspora de esa “novedosa estructura política”.

Pero ahora bien, la gestión política trajo una novedad. Una vez llegado al poder, el gobierno de Da Silva, se comportó de manera ortodoxa en términos económicos, entregando la dirección del ministerio a un liberal como Antonio Palocci. Pero esa rigidez en el manejo de la economía no fue en contra del otro gran actor de la vida brasileña: la burguesía paulista quien es, en definitiva, la dueña e impulsora de un modelo industrial que pone a nuestro vecino país en la consideración internacional de una potencia de mediano rango y que lo proyecta de manera notable hacia el futuro.

En el caso de nuestro Lula autóctono, nunca creyó en los espacios colectivos al modo del Partido de los Trabajadores. Formado en un deporte donde a la hora de la verdad, lo grupal brilla por su ausencia, jamás sometió su figura política al debate interno o al cuestionamiento orgánico de sus partidarios Brilló por su ausencia, desde el partido político al dirigió durante varios lustros, el intento por recuperar los valores históricos de movilización y discusión partidaria que dignifican a parte de la historia del Justicialismo santafesino. ¿Cuál de sus hombres más cercanos, no ya los formados en un proceso de lucha histórica como un tal José Dirceu, por ejemplo, sobresale por sus luchas colectivas: Enrique Álvarez, Juan Carlos Mercier, el ninguneado Marcelo Muniagurria o la siempre “eficiente” Roxana Latorre?

Más allá de la coincidencia en la aplicación de un plan económico ortodoxo entre el Lula real (1º presidencia) y el autóctono, el reutemanismo adoleció de la preocupación por los más humildes, no implementó, por ejemplo, ningún Plan Hambre Cero que sirviera como contención social. En la deshilachada década del ’90 desde el poder santafesino de turno no existió ningún tipo de apoyo a las empresas industriales del país, no se les prestó atención a los movimientos emergentes de la crisis, sino era para jugar al más aberrante clientelismo político. Cuando las empresas cerraban sus puertas, a sus trabajadores el único destino que les quedaba era hacerse quioskeros o remiseros (si tenían la fortuna de cobrar una indemnización) o deambular por el mercado de trabajo sin un destino de seguridad y mucho menos de estabilidad laboral.

Muchas negativas, casi ninguna medida propositiva. Demasiada malversación e impunidad de las palabras. Ellas, las palabras, actrices principalísimas de esa maravillosa construcción humana que es la política. ¿Dejaremos que cotidianamente sean ultrajadas en nombre de una carrera política? Desde este espacio, NO.
 

Lic. Miguel Gomez
Dpto. Análisis de Coyuntura
FUNIF Rosario
 

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