El marco de la puerta se erige como límite. Doy el paso -lo recuerdo muy vívido- y el aroma me invade, se trata de una mixtura extraña entre el café molido y el olor al humo de cigarrillos. Me inquietó no ver humaredas a mí alrededor hasta que comprendí que las paredes eran las que olían así.

El tiempo es molesto; el presente se diluye en las manos, el pasado está en los recuerdos y el futuro reside en la incierta y provisoria fantasía. El clásico bar de café, los cafés de billares o “pooles” son tanto una especie en extinción como vórtices en el que pasado y presente se confunden y desafían al futuro.

Los granos de café crujiendo en el molinillo, el pannarello ensordecedor espumando la leche, el ruido seco de las bolas golpeando entre sí y el barullo indistinguible musicalizan el espacio. A todo esto, La luz tenue impide observar las imperfecciones estéticas del lugar, salvo por los paños siempre bien iluminados.

Hoy, tanto como en el 1960 cuando Jorge Riestra publicó Salón de billares, la cultura del bar de café parece estar extinta salvo por los puñados de generaciones que los siguen frecuentando y los mantienen vivos a la vez.

Hay algo mucho más intenso, más importante y más característico: el café no sólo es una bebida, es un lugar, y como lugar tiene la capacidad de recibir y alojar. Punto de reunión que se confunde con la imagen de un amplio living. Allí la gente se encuentra, se habla y trasciende los límites estrechos de las mesas. Frases como lo de siempre o simplemente el saludos hacía los cuatro costados del bar ilustran una afectividad que no sería posible sino cuando un lugar tiene la capacidad de recibir y dejar estar. Ya sea que el café -la bebida- sea apenas una excusa para estar o el protagonista principal del momento, solo entonces aparece algo inédito: detenerse a perder el tiempo.

Tal vez sea esa la cultura que añoro, la que no corría o, al menos, se permitía detenerse un buen rato. Detenerse, quedarse y no estar al paso. Posiblemente sea eso: que en la época de los bares y los billares la gente se tomaba -literalmente- el tiempo.

El tiempo es molesto; molesta que, aunque la sonsa vanidad nos haya llevado a la invención del reloj y hayamos creído que con eso el tiempo pasaba a estar en nuestra palma -o muñeca en su defecto-, él es en sí mismo incapturable. Aunque la lengua le haya puesto palabras y le metiera en el discurso, aunque los astros se hayan vuelto signos para mapear al tiempo y con ello lo hayamos forzado a entrar a un calendario; aunque la matemática nos permitiera medirlo, él se sigue escapando. Que alguien diga “no quiero perder el tiempo” o pretenda “recuperar el tiempo perdido” es la evidencia de una de las mayores fascinaciones de los seres hablantes que somos, pero también la muestra del mayor fracaso a la vez.

¿Cómo alguien podría no perder o recuperar el tiempo? El tiempo pasa, y lo sabe el sol, la tierra y el cuerpo.

El discurso mercantil, pienso, ha sido el más eficiente y logró deslizar la idea de que “el tiempo es oro” y lo puso en equivalencia con la riqueza. Así, la idea de un tiempo productivo -conseguir dinero- se opuso (en el lenguaje y en la cultura) a la idea de un tiempo improductivo -toda actividad que no consigue dinero-. Dos movimientos extraordinarios se ha producido: la creencia de que, al fin, el tiempo puede ser capturado bajo la forma del dinero y, por ello, que todo lo que no produzca dinero implica su pérdida.

¿Dónde queda el placer, el disfrute e, incluso, permitirse estar mal cuando se lo está?

No son pocos los que sienten culpa al dedicarse tiempo en actividades improductivas, y así, culpa mediante con la estúpida creencia de retener el tiempo, nos hemos vuelto apenas un triste engranaje.

El café -la bebida y el lugar-, mi espacio de análisis, la cama (la sexual, la dormitante y la de las series), la lectura y la escritura, y el asado también, entre otros, son todavía algunas de mis maneras de perder el tiempo en momentos gratamente inútiles. Tal vez eso temo, que lleguemos a sacrificar el permitirnos perder el tiempo sin más, porque para el caso, pasar va a pasar.

Javier Ezequiel Del Ponte es psicoanalista y docente de la UNR.

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