El horror, el horror.
El horror, el horror.

Chombas que emiten mensajes satánico-patronales y la cara de Eduardo Buzzi, hordas de ciudadanos narcotizados que arrasan shoppings en orgías de odio y violencia, todas imágenes insoportables para quien pretenda mantener la cordura o algo que se le parezca. No fue la mejor manera de transitar los primeros días de 2011. El Señor I despertó sudado y a los gritos, insultando una chomba que yacía húmeda, hecha un bollo en un rincón, como quien repele a un monstruo. Los facultativos le diagnosticaron una “típica enfermedad profesional”, derivada de su necesidad de ver televisión: “depresión mediática con ataques de pánico”, afirmaron. “Es que tengo que ver TN, doctor, por laburo”, le espetó Mr. I a un socarrón facultativo que había osado decirle “Si ves TN, bueno, jodete, te pasa por botón”.

Todo comenzó cuando el Señor I se percató de que la chomba que lucía, regalo de Navidad estrenado los primeros días de 2011, tenía bordada una marca que, de pronto, le trajo a la mente aquello que en 2008 se dio a llamar “el campo”. Y luego, de golpe, se percató de que toda la gente que caminaba por la calle lucía la misma marca de remera, todos, sin excepción, todos pero todos: hombres, mujeres, niños, bebés y perros. Pero eso no fue lo peor de la pesadilla. Minutos después, cuando con miedo volvió la vista hacia la marquita bordada en su chomba, vio cómo el pequeño logo cambiaba, una y otra vez, siempre tomando la forma de elementos relacionados con el campo: cosechadoras, porotos de soja, silos bolsa… Pero lo más aterrador estaba por llegar. De pronto, el último avatar de la remera mutante, un simpático cacto adornado con guardas de diseño estanciero, se transformó en la cara de Eduardo Buzzi. El Señor I pegó un grito, experimentó un mareo y, ya al borde del desmayo, escuchó, desesperado, como el pequeño Buzzi bordado le decía: “Amigazo”. El señor I echó a correr, y entonces se vio arrastrado por una multitud que, muy a pesar de su voluntad, haciendo caso omiso a sus gritos y pataleos, lo condujo a empujones hasta un enorme y reluciente shopping. Allí todos peleaban por comprar, todos contra todos, en una suerte de partido de rugby con varios balones y ninguna meta clara, más allá de destruir al otro. Todos llevaban remeras campesino-mutantes y al Señor I le empezó a faltar el aire. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue, de nuevo, el logo bordado en su chomba: un sorgo de alepo con la cara y el cuerpo de Biolcati le guiñaba un ojo.

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