Foto: Manuel Costa
Foto: Manuel Costa

Los saqueos y la sublevación policial ponen en tensión distintas variables: la relación de las fuerzas de seguridad con la política, el equilibrio entre lo local y lo nacional y la relación entre sindicalización y profesionalización.

La sublevación policial término con un saldo trágico de nueve personas fallecidas. No es sencillo encontrar en las fuentes periodísticas sus nombres. El genérico «joven» o «saqueador» o «policía» habla también de desigualdades sociales, o más llanamente de una insensibilidad demasiado extendida, una falencia democrática tan ostensible como poco señalada. Para no reproducir la misma lógica del «sálvese quien pueda» que tan fácilmente se critica desde los medios o las representaciones políticas, habría que empezar diciendo lo obvio: murieron personas que no tenían en sus planes quedar atrapadas en un enfrentamiento absurdo y salvaje, impropio de la misma sociedad que festejó tres décadas de convivencia democrática.

¿Dónde está el culpable? Es una pregunta válida, más cuando el saldo trágico es tan alto. Las altas jefaturas policiales de las provincias son las primeras que deben señalarse, porque el acuartelamiento de sus subordinados suspendió por demasiadas horas la norma social más elemental que dice «eso no se puede hacer».

Las explicaciones que culpan genéricamente a “la sociedad”, así a secas, por los saqueos que se produjeron cuando las policías dejaron las calles, encierran una matriz reaccionaria. Una sociedad capitalista, basada en ansias de consumo y profundamente desigual, con franjas importantes que hoy pueden tener resuelta la comida en la mesa, pero no la compra de un sinnúmero de bienes, es fácilmente violentada si de un día para el otro las fuerzas de seguridad deciden abandonar sus tareas. Si a esto se suman bandas organizadas -como se denuncia- que fueron puntualmente avisadas de la oportunidad que se les abría, la mirada debe ser quirúrgica, abandonando una postura, al final de cuentas, idealista.

El foco tiene que estar sobre los cuerpos policiales y su relación con la política. A partir de los acuartelamientos por reclamos salariales, comenzó el debate sobre la “sindicalización” de las fuerzas de seguridad. Cualquier idea al respecto choca con una pregunta central: ¿el problema de la policía es su falta de poder? O, por el contrario, ¿está en su «exceso», en su herencia maldita de autogobierno, en su regulación autónoma del delito en el territorio, un nudo de la cuestión?. Al menos dentro de la historia argentina, cualquier estado de asamblea en las fuerzas de seguridad tiene como consecuencia que un retroceso en la seguridad ciudadana. Pensemos un escenario concreto: cada comienzo de año, cuando los trabajadores sindicalizados comienzan a discutir sus paritarias y, donde, por ejemplo, los maestros suelen usar la herramienta de la huelga en la negociación salarial, habrá que asumir como parte de ese paisaje algunas semanas de descontrol social, si las policías no quedan conformes con las remuneraciones. Y al mismo tiempo, las cifras a veces irrisorias de los básicos de los agentes, dan cuenta de un largo abandono de la dirigencia política, que suele privilegiar lo instrumental (patrulleros, cámaras de seguridad, etc) sobre las condiciones materiales de existencia de los que portan armas en nombre del Estado. A la tesis de la sindicalización habría que oponerle, entonces, la de la profesionalización de los cuerpos de seguridad.

Se agrega una pregunta que roza la coyuntura electoral: cuál es el lugar de lo «local» y lo «nacional» en la seguridad. Después de las elecciones de octubre candidatos y analistas políticos se apresuraron a decretar la llegada de una era «municipalista», un nuevo tiempo donde el “vecino” acerca su pequeño reclamo a la puerta del intendente, desplazando a la figura de “ciudadano” como a las estructuras políticas mayores. Los últimos días demostraron que unos cuantos policías fueron suficientes para cargarse a gobiernos provinciales enteros, de distinto signo político, y en su gran mayoría revalidados en las urnas hace menos poco más de un mes. ¿Qué hubiera pasado si el reguero de sublevación policial hubiera tenido enfrente a pequeños y fragmentados intendentes? La municipalización policial (como de otros servicios) choca con un país que avanzó por el camino inverso: nacionalizando conflictos y reconstruyendo poder político en ese mismo nivel. En ese sentido, los diez años de kirchnerismo produjeron una nacionalización en las grandes decisiones políticas y económicas, pero sin recuperar aún funciones concretas que habían sido cedidas a las provincias (educación y salud, por ejemplo). En ese proceso inconcluso -necesario para construir un país que sea más que la suma de las partes- habría que ubicar la cuestión de las fuerzas de seguridad. En su discurso del viernes, la propia Presidenta enmarcó esta cuestión desde los números: «Hemos desplegado en el territorio a la Gendarmería nacional y seguimos colaborando, pero es imprescindible que los más de 200.000 efectivos policiales cumplan la función que tienen que cumplir, porque son muchos más que los 35.000 que tiene la Gendarmería Nacional”. ¿El orden público puede seguir dependiendo de la buena voluntad de cuerpos policiales fragmentados, que apenas tienen un control lábil por parte de los gobiernos provinciales?

Era un pronóstico fácil: si a la baja en los votos oficialistas de octubre, se le suma la tradición de los poderes fácticos de usar el fin de año para construir escenarios desestabilizadores, el cóctel estaba listo. La sociedad argentina es climática: cada fin de año esconde una tragedia, que parece guionada para hacernos acordar que este país, aún con 30 años de democracia y más de una década sin crisis, todavía convive con reflejos de (in)gobernabilidad.

El desafío democrático que plantea la sublevación policial sólo puede encararlo el único gobierno que decidió librar este tipo de batallas desde hace años. Después de una política errática en ese sentido, con avances y retrocesos, negociaciones al calor de las coyunturas, muchas veces cedió ante reclamos de sectores reaccionarios, pero socialmente legitimados (penas más duras como solución a la inseguridad, desentendimiento sobre las conducciones de las policías provinciales). Ahora tiene una disyuntiva en las narices. Una acción más en línea con el resto del programa oficial de ampliación de derechos y restauración de la política como eje de poder democrático, va a enfrentar resistencias autoritarias, sin dudas. Continuar en el mismo camino, además de no solucionar la cuestión de fondo, también lo dejaría a la merced de nuevas extorsiones para fijar agendas de caos social, que sin dudas no tendrá problemas en encontrar intereses económicos y políticos donde sustentarse.

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