En 2013 se cumplieron doscientos años del nacimiento de uno de los padres de la fisiología, el francés Claude Bernard, reconocido por sus aportes en la fisiología experimental, consistente en proponer hipótesis de estudio y metodología científica con las cuales contribuir a conocer la función de procesos biológicos producidos en los tejidos y órganos humanos.

Hay que decir que los franceses ya tenían esta tradición experimental en el campo biomédico desde bastante antes con el propio Descartes, quien estaba muy inspirado en otro fisiólogo de su época, William Harvey, pionero en estudios que probaban la existencia del sistema circulatorio. El gran sueño de Descartes era no sólo entender la naturaleza del pensamiento, sino la naturaleza del funcionamiento humano en sí. Lo que a aquella altura de la modernidad representaba verdaderamente una filosofía revolucionaria: una filosofía, creía Descartes, que fuera una experiencia y que se sentara en las bases biológicas de la vida misma. Algo así como una teoría unificadora de mente y cuerpo, con las aspiraciones de un nuevo paradigma científico y espiritual. En efecto, las ideas cartesianas no encontraban forma de no chocar con la iglesia y es muy probable que muchas de ellas fueran atenuadas en el momento de la escritura de sus obras, cajoneando algunos conceptos y hallazgos científicos muy audaces –en 1662 publicó en forma aparentemente incompleta parte de estos estudios biológicos en un trabajo titulado Traité de l’homme–. Lo cierto es que Bernard puede considerarse un heredero de la senda cartesiana, en el sentido que comenzó con una escuela de pensamiento multidisciplinar biológica y filosófica. De hecho, pensadores franceses del siglo XX como Gaston Bachelard, Georges Canguilhem, Maurice Merleau-Ponty y hasta el mismo Michel Foucault, desarrollaron su formación y su producción muy cerca de esta filosofía de la ciencia de la que Bernard, siendo un médico experimental, había fundado con esta visión del estudio de la vida y de la filosofía.

Este cercano aniversario de Claude Bernard hace reflexionar sobre lo iluminadas que eran estas perspectivas, que marcaron dos siglos de toda una academia en la ciencia y la filosofía. De igual manera, es notorio contrastar que el conocimiento acumulado en las ciencias biológicas en los últimos cincuenta años es impactante, tanto que no alcanza a poder sedimentar por su velocidad de producción. No hace falta abundar aquí en ejemplos, pero el grado de detalle con el que se han descripto muchos escenarios celulares con el avance tecnológico aportado por la biología molecular y por la posibilidad de estudios estructurales o ultramicroscópicos es enorme. Tal vez por eso sea difícil que puedan ser pensados todos estos hallazgos en la medida en que se generan. Hoy parece más necesario que nunca ese maridaje de disciplinas como el que proponían Descartes o Bernard. Esta filosofía de la biología es urgente para ayudarnos a entender el alcance de lo que ahora sabemos de la organización de lo viviente. Necesitamos conceptualizar muchos de estos mecanismos biológicos para asimilarlos, para hacernos nuevas preguntas y, a la vez, para con todos estos conocimientos ser capaces de experimentar una visión más profunda del ser humano, ubicados en el mundo como parte del fenómeno de la vida.

Y mirando un poco desde este lado del charco, no es improbable tener una expectativa en generar esta interacción disciplinar. Nuestro país tiene también una tradición (aunque algo más joven) en la investigación en biología y en bioquímica –Bernardo Houssay y César Milstein obtuvieron nóbeles en fisiología y medicina y Leloir en química– y hoy se produce en el país investigación básica de primer nivel en casi todas las subdisciplinas de las ciencias biomédicas. Justamente este año se cumplen setenta del Instituto de Biología y Medicina Experimental, creado por Houssay en la ciudad de Buenos Aires, que ahora forma parte de los más de doscientos institutos del Conicet. Y, dentro de ellos, tampoco es poca la cantera de recursos humanos en las áreas de las ciencias sociales con especialistas en filosofía contemporánea, biopolítica y otros campos del pensamiento que tienen resonancias con muchas de las disciplinas de las ciencias biológicas. Es un desafío generar este terreno común para pensar el conocimiento científico y, desde luego, sería muy transformador. Enlazar las ciencias de la vida con la filosofía de la vida, es, para decirlo con el énfasis que se merece, el espacio para un humanismo del nuevo milenio: una conciencia real del lugar de la vida propia, de los demás seres vivos y del mundo, con la que algunos asuntos como la sustentabilidad, la ecología, e incluso la libertad, la autonomía y la necesidad del otro, fueran incorporados a la cultura cotidiana en lugar de ser sólo utopías o gestos de políticas de gobierno voluntaristas. De otra manera, si el conocimiento científico y la filosofía no sirven para eso, pasarán los siglos y seguiremos sin solucionar cuestiones importantes y poniéndonos contentos por la nacionalidad del Papa.

* Investigador del Instituto de Fisiología Experimental (Conicet, UNR)

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