Imagen: Estate Five

Reconozcámoslo. Pocas escenas evocan la plenitud como la de un ser humano de entre tres y diez años acomodado en un sillón, ingiriendo su bebida favorita y mirando un dibujo animado. Su felicidad parece total, su autonomía lo pone al borde de lo angelical. Esa imagen de un Nirvana televisivo fue parida en el siglo XX y se prolonga en el XXI. No hace falta más que un cinco por ciento de profetismo en sangre para dilucidar que en muy poco tiempo no quedará ninguna generación que no se haya educado, desde sus primeras focalizaciones escópicas, con dibujos animados.

Escribir sobre dibujos animados parece cargar con el signo de la nostalgia. Basta con verbalizar el sintagma para que la memoria viaje a alta velocidad hacia nuestra infancia. Enseguida aparecen los nombres, los personajes, los productores, acompañados de onomatopeyas que, como las de los propios dibujos, indican gustos, aprobaciones y desaprobaciones, sorpresas. ¡Uh! ¡Ja! ¡Noooo! Podemos dar fe de haber visto dibujos animados, pero ¿qué han hecho los dibujos animados con nosotros?

Eso es más difícil de aferrar. Aunque de algo estoy seguro: el dibujo animado es una vivencia infantil y, por ello, exige pensar la eficacia de sus figuras sin caer en una rápida valoración ideológica. Darle el lugar que tienen ciertos ideales y representaciones para la infancia misma y no aplicarle única, ni inmediatamente, el peso de una lectura adulta. Porque, en definitiva, los dibujos animados alimentan, forman, un punto de vista. Como en Tom & Jerry, donde todo pasaba a la altura de las rodillas, allí donde los adultos no llegaban a ver; allí es donde un Scooby, un Bob Esponja, un Bart Simpson, un Zamba significan algo para niños y niñas. Allí tiene lugar la singularidad de un encuentro. En esos niños que les piden que los cuiden, en los que les temen, en los que les rezan para soñar con ellos. Porque el dibujo es un modo de construcción de saber infantil, una zona cultural que requiere permitir la imaginación, el verdadero trabajo infantil. En esa zona, para ganar algo de sensibilidad adulta, hay que dejar hablar a los niños.

Sin embargo, delimitado ese terreno, hay otro. El adulto. Tiene con aquél dos puntos de contacto. El primero es biográfico, nadie salta ni saltará nunca la sombra de los dibujos animados que vio y lo formaron. Si el tiempo de la infancia configura en gran medida el modo en que deseamos y actuamos, entonces, como bichos de la modernidad audiovisual, es imposible perder de vista el peso de las animaciones en nuestros imaginarios y deseos. Aunque no los veamos, recorren las filigranas de nuestras ideas y emociones adultas, de nuestros proyectos, de nuestras batallas políticas. El segundo punto de contacto es productivo: los dibujos los hacen adultos, por lo tanto hablan de su mundo, de sus fantasías, sus temores, sus apuestas, sus maneras de amar y odiar.

Gramáticas de lo animado

Como cualquier otro artefacto cultural, los dibujos tienen una historia imposible de trazar aquí en detalles y minucias. Armo, pues, una cronología precaria que se conecta con mi experiencia generacional. En un primer grupo estarían los dibujos de hostilidad media a baja: Tom & Jerry, El Correcaminos, Los autos locos, La Pantera Rosa, Los Supersónicos, Los Pitufos, Don Gato y su Pandilla, Jem, Los Osos Gummi y toda la saga de Disney (Mickey, Donald, Pluto, Goofy, y sus descendencias). Su procedencia era norteamericana y europea y se forjaron en temáticas urbanas, con alguna que otra alusión a la carrera espacial.

¿Qué pasaba con la hostilidad en estos dibujos? Tomo a mi favorito, Los Pitufos, basado en una viñeta belga y producidos en Estados Unidos por Hanna Barbera. La primera vez que leí el Manifiesto Comunista fue mirando Los Pitufos. ¿Por qué? Porque, siguiendo a Marx, lo que había era un comunismo más bien primitivo. Una comunidad muy poco diferenciada cuyo destino era repetirse, que carecía de lazos con otras comunidades, que no experimentaba contradicciones de clase y que desplegaba una división funcional del trabajo. Tenía un rasgo quizá moderno: cada uno de sus habitantes era la expresión de un talento. Y si, como decía Marx, el comunismo es la posibilidad de que todos podamos crear y desplegar un talento, entonces Los Pitufos encarnaban una versión, aunque excesivamente individualizada, de los talentos compartidos. Hasta ahí, todo bastante bien. Pero había rasgos que teñían al dibujo de ambivalencia porque el rival de Los Pitufos se llamaba Gargamel, un brujo de aspecto judío con un gato que refrendaba la procedencia, Azrael. Por si no bastara con su peligrosa presencia, Gargamel crea a Pitufina, una pitufa artificial, con el objetivo de introducir un conflicto por la vía amorosa en una comunidad, hasta entonces, célibe. El comunismo primitivo va quedando de lado y lo que emerge es un dibujo donde las representaciones de la amenaza son un judío y una mujer. Así, uno podría leer a Los Pitufos en clave no de comunidad de talentosos sino en una, mucho más complicada, donde resuena una parte trágica de la historia europea.

En un segundo grupo se ubicarían los de hostilidad alta, como Mazinger Z, Transformers, He-Man, She-Ra, Centuriones, Halcones Galácticos, Thundercats, G.I. Joe y Rambo. Incrementados un poco los estímulos visuales y el tempo de las acciones respecto a los dibujos anteriores, con estas animaciones hicieron su ingreso las imágenes de la robótica, las tecnologías de la comunicación, el mundo cyborg, los mundos fantásticos y mitológicos, el espacio sideral y las formaciones militarizadas. Y un nuevo protagonista en la producción: Japón. Todos ellos trajeron algo que renovó el panorama, con una fascinante vitalidad bélica. Lejos quedaron los entornos, rurales o urbanos pero siempre acotados, donde se producía la repetición de un conflicto. Ahora, munidos de tecnologías, cuarteles generales y comunicaciones a distancia, los dibujos se ponían en posición de combate. El rasgo los diferenció de los anteriores, éstos blandían armas de guerra de todo tipo (desde espadas a ametralladoras de neutrones), alternaban enfrentamientos cuerpo a cuerpo con escenas de campos de batalla, llevaban a cabo destrucciones masivas. Todo en el marco de disputas territoriales complejas. Y de transmutaciones como la de Mumm-Ra, logrando que los antiguos espíritus del mal transformaran su cuerpo momificado y decadente en El Inmortal.

El carozo del asunto

A pesar de esa maraña de diferencias, algo aproximaba a Pitufo Gruñón a Panthro. Ambos compartían unos tonos y un hilo narrativo que giraban en torno al antagonismo y la rivalidad administrados bajo diversas dosis de agresiones y heroísmos. Eran dramas, o mitologías, de un tipo particular: enfrentamientos entre el Bien y el Mal, donde la violencia no era aniquiladora, donde nadie era mostrado muriendo. Buenas y malas noticias dadas todas a la vez, donde el Bien vencía y no moría; el Mal, aún perdiendo, tampoco desaparecía. Dos absolutos con existencias parciales y constantes. Representar las violencias sin representar la muerte parece haber sido el rasgo común de los dibujos que vimos los nacidos y criados en las últimas décadas del siglo XX.

Buscando diferenciarse, Peter Greenaway definía su cine diciendo que era como si el Pato Donald, en lugar de golpearse y pasar a la escena siguiente ileso, quedará internado seis meses con un trauma del que no podría recuperarse jamás. La imagen es muy certera, sus joyas (Z00 y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, por ejemplo) lo confirman, pero Greenaway recurre, innecesariamente, a la refutación de uno de los núcleos de la eficacia de los dibujos animados mencionados: la repetición de la agresión y el conflicto. Ese juego de la violencia, de escenificarla una y otra vez, de hacerla aparecer intensamente, incluso brutal, pero sin consecuencias letales. Muerto el Correcaminos, se acababa el Coyote. Y nadie quería eso, salvo un empresario japonés que, en 2008, pagó una fortuna para que le hicieran un capítulo donde el ave terminaba asada; y los guionistas de Family Guy, que en 2011 armaron la historia de un Coyote deprimido luego de haber cazado y comido a su clásico adversario.

Más allá de estos asesinos simbólicos, lo que experimentábamos era la proyección de una hostilidad que implicaba la no destrucción del otro. Como en ese capítulo de He Man en el que Eternia era invadido por unos malvados extraeternianos y Skeletor le planteaba una alianza al Príncipe Adams. El hombre celeste era muy claro: “Si nos invaden, perdemos los dos”. Sobre el final del capítulo, una vez expulsados los extranjeros, Skeletor, por supuesto, quebraba la promesa y atacaba a He-Man. La historia retomaba su cauce de adversarios solidarios.

Así pasaron las mañanas y las tardes de millones de seres humanos entre mediados de los sesenta y mediados de los noventa. Los que vinieron luego no se quedaron sin raciones de hostilidad repetida. Caballeros del Zodíaco, X-Men, Tiburones del asfalto. Pero, entre bolas de fuego, corridas y persecuciones, nacieron brotes diferentes que con el tiempo crecerían fuertes y sanos. Socavaron las bases de sus antepasados, los suplantaron con nuevos personajes, tramas y poéticas. Cambió la hostilidad, cambiaron los estados de ánimo, cambió la relación espectador-programa. En Dragon Ball Z se contabilizan más de 600 mil muertes; Los Simpsons se convertían en reyes, los Looney Tunes se volvían ácidos. Ren & Stimpy también, aunque en otro sentido. Poco después, nacían criaturas de elevada ternura, con nombres como Rugrats y Backyardigans. Se abría una nueva fase en la historia de los dibujos animados cuyos rasgos veremos la semana próxima. Por este mismo canal.

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