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Yo no sé, no. Pedro se acuerda que no cualquiera llegaba hasta Seguí y Oroño cuando éramos pibitos, porque era descampado y tenias que pegar algunas vueltas. A la primera escuela que fue, iba en el 52, que doblaba en esa esquina y encaraba para el centro. El mismo bondi que nos llevaba al Sol de Mayo o al Olímpico, que era pura cumbia; o al centro.

Y se acuerda que a más de un jugador trasnochado había que ir a buscarlo a esa esquina cuando los partidos eran antes de las 11 de la mañana, porque había un boliche que tenía un nombre de mina, pero no se lo acuerda. Oroño venía agonizando, a pesar de que era relativamente nuevo, y Seguí (o Segui, nunca se va a saber cómo se nombra) estaba bueno porque tenía césped en el medio como para hacer un picadito.

Seguí, para el oeste se transformaba en campo, en un callejón; y Oroño era una calle finita que después pasó a ser ruta y luego autopista General Aramburu. Justo ese nombre le van a poner, el de un asesino, se lamentaba Pedro.

Pedro se acuerda que esa esquina parecía un vértice de la ciudad y que en ese ángulo se encontraba entre la civilización y la barbarie. A mediados de los 60, principios de los 70 esa esquina tenía mucha vida, inclusive paraba un bondi que iba a Buenos Aires. Ahí nomás también estaba la iglesia del Padre Cantilo, donde se jugaba al fútbol y había un cine (o hay).

La otra noche, no sé si por el calor, porque era martes o porque eran las 3 de la mañana, pero estaba triste esa esquina. Seguí ya no tiene el césped para jugar a la pelota. Pedro tenía insomnio y se mandó a un bar que está donde supo estar Isidoro. Pero no pasaba nada. Para mayor tristeza, vio a un muchacho que venía con un carro con cartones.

Me dice Pedro que le agarró como un sentimiento de culpa porque estaba tomando una cerveza y comiendo un sanguchito.

Ojalá tome vida esa esquina, me dice Pedro.

Por Oroño gritó Tacuarita: “Me secuestran, me secuestran, me llamo Brandazza”. Por Oroño y Seguí, hoy, un martes a la madrugada, sólo pasan autos grises y cartoneros.

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