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Olavarría podía ser el último show del Indio, al menos en mucho tiempo. Habiendo resuelto abandonar las misas, a último momento decidí emprender el viaje bajo un imperativo ético y romántico: mi hermano de 16 años, ricotero como yo, tenía que tener la suya. Un bautismo de fuego en el infierno, encantador. Asumí los riesgos con toda la responsabilidad que le cabe a una hermana mayor, nos subimos al último bondi y rajamos. Con precaución, cautela y un poco de paranoia, maximicé los cuidados que aprendí en otras peregrinaciones. Ya se sabe, desde el más jede al más conservador de los ricoteros, todos somos corderitos atados que albergamos la fantasía de, al menos por un día o dos, faulear y arremolinar, midiendo la acrobacia, aunque a veces a algunos se les vaya un poco la mano. Conocemos pocas formas de experimentar la libertad, y lo logramos en cada misa bajo una forma inédita, autónoma, creativa y romántica de gestionar el festejo que se fue gestando al calor de muchos años en un público que fue creciendo y diversificándose. Lo cierto es que toda muchedumbre, aun con sus propias reglas, es potencialmente peligrosa. Y esta vez éramos muchos, muchísimos, más que nunca. Me parece necesario recalcar que, a pesar de todo, seguimos siendo un público respetable. Durante el recital supimos que algo andaba mal cuando respiramos el humor del Indio, que enfrió la noche para siempre. Nos quedamos piola, en alerta. Los 300 mil o los que digan que estábamos ahí, nos portamos bien, sólo que casi morimos por aplastamiento a la salida porque cerraron una calle y no había señalizaciones ni nadie que ordenara la evacuación. ¿Defensa Civil?, ¿personal de la organización? Nadie. Pero, como dice el Indio, nos tenemos a nosotros. Ninguno perdió del todo la forma humana y nos supimos cuidar, en la medida de lo posible, entre los que estábamos ahí, paso a paso, hasta encontrar la salida. En medio de la marea pensé en las fobias de Solari, y respiré profundo. Mi hermano y yo logramos salir del atolladero de la mano de Blanca, una puntera del Pro que conocimos sobre el terraplén. Ella es de ahí, de Olavarría, y enseguida nos ofreció su brazo en jarra para que salgamos juntos porque ella conocía las calles y mi GPS tembló. Todos estábamos profundamente tristes y sin saber bien qué había pasado. Blanca estaba enojada con el Intendente, y yo, con el Indio. Y conmigo. Todo era una película delirante, un quilombo de grandes proporciones, un juego desmesuradamente peligroso. ¿Qué clase de devoción idiota me trajo hasta acá? ¿A qué riesgos expongo a mi hermano? ¿A dónde nos trajiste, Indio? ¡Ah!, todo este estúpido viaje, mi amor. Avellaneda al fondo es un callejón oscuro de tierra entre descampados que cruzamos a ciegas entre las sombras de los desconocidos, corriendo. Pero llegamos.

Los que no fueron no se arrepintieron, y muchos de los que estuvimos ahí creímos durante algunos días que todo había sido un gran error, que Olavarría no tendría que haber sucedido nunca. Que el pogo más grande del mundo es una bomba de tiempo, un formato agotado. La murga desencantada que lleva siglos así: volviendo de Gualeguaychú , de Juníin, de Tandil o de Mendoza. Puteando por el barro, o el frío, o la resaca. Esta vez volvimos como sobrevivientes y testigos de una tragedia que inventaron personas que nunca estuvieron ahí. Se me ocurren diez, cien canciones de Los Redondos para ilustrar toda la gran farsa en la que estamos todos atrapados. Una trama perversa que nos tiene a nosotros como protagonistas, como víctimas bobas; y al Indio, psicohéroe, como nuestro verdugo.

Después de toda la manija, del fumar todo el odio social que embrutece y lastima, me puse a leer artículos periodísticos sobre la suspensión del recital de Los Redondos en Olavarría, en el 97, y me encontré hasta con una opinión de María Elena Walsh sobre aquella medida. “La prohibición es una actitud siniestra, y más aún cuando se levanta sobre una expresión cultural, cualquiera sea esta manifestación”, dijo la autora del Brujito de Gulubú. ¿Cuánto habremos cambiado en 20 años?

Hace poquito empezó a circular una carta de Solari, que escribió en medio de rumores y presagios oscuros, unos días antes del show, en la que dice algo así como: “¿Por qué ahora? Porque nunca es el mejor momento, la canallada no descansa”.

¿Y entonces? ¿Nos dejamos convencer por el discurso punitivo y disciplinador que desmoviliza, fragmenta, aisla voluntades? ¿Nos resignamos a creer que la solución es quedarnos pacientes en nuestras casas? ¿No será una forma de claudicar, de renunciar a nuestro derecho a celebrarnos, cantando las canciones bellas, oscuras y frenéticas que vienen marcando el pulso de nuestro paso por el mundo?

Son preguntas que me vengo haciendo desde antes del recital en Olavarría, y que resolví en un arrebato –y en absoluta libertad– postergar o desafiar. ¿Son sensatos los peligros que enfrentamos al ir? Habrá que inventar nuevas formas de resistencia y de cuidado, porque sabemos que la fiesta ricotera es –desde hace mucho tiempo–, en esta tierra, que es una herida, un fenómeno social y cultural que reviste mucha más politicidad de la que se quiere admitir. Todo el asunto sigue estando en nuestras manos. Personalmente, de toda esta alucineta me queda una sola certeza, y es que mi hermano no lo soñó, estuvo ahí, y aprendió que ciertos fuegos no se encienden frotando dos palitos.

Fuente: El Eslabón

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