El pueblo francés deberá elegir el 7 de mayo entre el menor de dos males. No es una situación excepcional por estos días. Por el contrario, tiende a ser la regla en tiempos en que la democracia ha sido cooptada por corporaciones que ejercen el poder en forma cada vez más directa, con menos mediaciones políticas.
El banquero neoliberal de “extremo centro” Emmanuel Macron obtuvo el 23,9 por ciento de los votos y disputará el 7 de mayo la segunda vuelta con la ultraderechista Marine Le Pen, que cosechó el 21,3 por ciento. El conservador François Fillon alcanzó el 19,9 por ciento y la izquierda insumisa de Jean-Luc Mélenchon, el único candidato que presentaba una verdadera opción para un electorado progresista o de izquierda, alcanzó un 19,6 por ciento (un buen resultado comparado con el 11 por ciento obtenido en 2012). El socialista Benoît Hamon alcanzó el 6,3 por ciento. La abstención fue del 21,4 por ciento, en línea con elecciones anteriores.
Más allá de las diferencias y las especificidades de cada contexto social, político y económico, en buena parte del mundo, con solo algunas excepciones puntuales en América Latina, la oferta electoral, en esta etapa del capitalismo, se reduce a elegir lo menos malo, a intentar minimizar los daños para las grandes mayorías.
Se trata de optar, en última instancia, contra quién militar, a qué gobierno reclamar, a qué gestión exigirle que cambie su programa de exclusión social diseñado por las corporaciones para favorecer a los sectores más concentrados de la economía.
En el caso de Francia, se llegó a esta situación en una elección que significó la crisis de todo un sistema político vigente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un viejo aparato dejó de funcionar en medio de la decepción y el mal humor del electorado: la alternancia entre conservadores y socialdemócratas liberales hace tiempo entró en descomposición, y tras el resultado del domingo 23 quedó atrás, como algo del pasado.
La opción es ahora entre el mal sueño y la pesadilla atroz. Pero una lectura de los peligros que acechan en esta etapa del capitalismo deja bien en claro que la diferencia entre el menor y el mayor de los dos males es grande, decisiva, considerable.
Tan considerable que para muchos analistas políticos de Francia constituye un imperativo ético. Y esto abrió en ese país una gran discusión sobre si, en este marco, hay lugar para los purismos, o si, por el contrario, hay que dar la pelea en el barro dejando de lado, incluso, las convicciones más íntimas para lograr que, al menos, un número menor de ciudadanas y ciudadanos salgan perjudicados.
Para un electorado progresista, socialdemócrata, y menos aún de izquierda, tanto Macron como Le Pen son absolutamente inviolables e intragables. Eso es obvio. Tienen dos opciones: o se quedan en sus casas y conservan la pureza de sus convicciones o participan de la horrible, sucia dicotomía que la segunda vuelta les ofrece.
Macron, alias “el hombre molino” (por lo acomodaticio), es el típico banquero anti-político. En solo un año formó el movimiento En Marcha, nacido en 2016. Con la engañosa frescura de “lo nuevo”, “el cambio”, “lo que no tiene los viejos vicios de la vieja política” (clichés que funcionan en todo el mundo) desbancó todo el sistema político vigente en Francia desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
Macron nunca participó de una elección, es el hombre de las corporaciones encargado de hacer el trabajo sucio en la arena política. Fue ministro de Economía de François Hollande. Perteneció a la banca Rothschild, una de las más poderosas del mundo. Durante la campaña utilizó un cínico cóctel de no-ideas, sin escrúpulos ni límites.
Es la última esperanza de supervivencia de la fracasada y maltrecha Unión Europea (UE), y en este punto el candidato está en las antípodas de Le Pen. Apoya con fervor el proyecto europeo y la globalización financiera, que respiró con alivio tras su triunfo.
Es el representante francés de las Ceocracias, ya vigentes en otras partes del mundo. Nunca fue miembro del partido socialista pese a que integró el gobierno de François Hollande. El movimiento En Marcha es una fachada política de la antipolítica, una tapadera de las corporaciones.
Definirse como de “extremo centro” es una forma de burlarse del discurso político, de la política, de los grandes relatos y de la noción misma de ideología. Es una expresión posideológica, una cínica celebración del avance de las corporaciones sobre la democracia.
El triunfo de Macron podría significar, además, la capitulación definitiva de un modelo de Estado-nación basado en la idea de Estado de Bienestar, vigente en Francia desde finales de la Segunda Guerra Mundial, en todos los gobiernos, ya sean de derecha, de centro o social-demócratas. El banquero pretende “achicar el Estado” y profundizar los avances del mercado sobre todos los aspectos de la existencia humana.
Lo malo y lo peor
Pero frente a Macron está la ultraderechista xenófoba Marine Le Pen, del Frente Nacional. La candidatura de Le Pen no significa nada nuevo en Francia. Por el contrario, es la afirmación, el crecimiento y la emergencia de las más oscuras formas de la xenofobia, el racismo y el fascismo siempre presentes en amplios sectores de la sociedad francesa. La propuesta del Frente Nacional incluye cerrar las fronteras, e implica una suerte de regresión proteccionista nacionalista anti-europea que resulta seductora como salida, por extrema derecha, ante el fracaso del proyecto de globalización de la UE.
Más de 5 millones de ciudadanas y ciudadanos franceses pasarían a ser sospechosas y sospechosos, o directamente de segunda categoría, por razones de origen étnico o religioso, de triunfar Le Pen. El problema ya existe. La convivencia entre las distintas etnias en Francia dista mucho de ser ideal, y es un problema que muchos prefieren ignorar. La ultraderecha, en cambio, ha sabido utilizarlo para agitar viejos y nuevos fantasmas, prejuicios y odios, y convertirlos en votos.
Con Macron, el pueblo francés continuará perdiendo derechos sociales y laborales en favor de las corporaciones, y estos incluye la represión de las protestas sociales que todo plan de ajuste neoliberal necesita para imponerse. Pero con Le Pen todo puede ser peor: además de las mencionadas calamidades están en peligro otros derechos humanos, y las libertades individuales. El retroceso sería todavía más profundo que con Macron.
Se sumaría además un problema cultural: el envalentonamiento de las capas más reaccionarias, mórbidas y resentidas de la población, que se sentirían avaladas para aumentar la violencia simbólica que ejercen sobre aquello que rechazan (lo otro, lo distinto), e incluso podrían convertirla en violencia física. Ya ocurrió en países con el triunfo de fuerzas de ultraderecha.
El Frente Republicano: todos contra Le Pen
La idea del resto de los candidatos es activar un Frente Republicano para evitar a toda costa el triunfo de Le Pen, en defensa de lo que consideran “los valores fundamentales de Francia”, y con el objetivo de alejar al pueblo francés de los peligros que implicaría un triunfo del Frente Nacional.
El presidente Hollande hizo explícito el pasado martes su apoyo a Macron. El mandatario expresó que Le Pen supone una amenaza para la economía y la unidad de Francia “por su larga historia, sus métodos, sus vínculos con grupos extremistas en toda Europa, pero sobre todo por las consecuencias que tendría la aplicación de su programa en la vida del país”.
Hollande salió a darle la pelea discursiva a la ultraderecha en el terreno más propicio a Le Pen: el tema del terrorismo. “En un contexto en el que Francia soporta una elevada amenaza terrorista que exige la solidaridad y la cohesión de todos, la extrema derecha dividiría a Francia y estigmatizaría a parte de los ciudadanos a causa de sus orígenes o su religión”, señaló el mandatario.
“Frente a los riesgos que supondría la victoria de Le Pen no sirve callarse o refugiarse en la indiferencia. Hay que movilizarse. Votaré por Macron”, concluyó Hollande.
Fillon también se sumó al Frente contra Le Pen. “No hay otra opción que votar contra la extrema derecha. Votaré por Emmanuel Macron”, señaló el candidato de Los Republicanos.
Por su parte, Mélenchon anunció que abriría una consulta a través de su plataforma de internet con tres opciones: votar por Macron, en blanco, o nada. “Nunca imaginamos depositar un voto a favor del Frente Nacional. Simplemente tenemos 400 mil personas que apoyaron esta campaña con un espíritu nuevo, los insumisos y las insumisas, y son ellos quienes deben decidir cómo será la consigna. En su conciencia, cada uno sabe cuál es su deber”, señaló el candidato izquierdista.
La primera encuesta realizada sobre la intención de voto para la segunda vuelta señala vencedor a Macron con 62 por ciento contra un 38 por ciento de Le Pen.
Fuente: El Eslabón