Por primera vez, se conocieron cuatro casos de monjas acusadas por abuso sexual a menores en Argentina, delito atribuido habitualmente a sacerdotes. Una víctima fue Sandra Migliore, quien estuvo en una congregación de San Lorenzo en los años 80, y le contó al semanario El Eslabón sus padecimientos volcados en el libro Raza de Víboras.
Cuatro casos de monjas acusadas este año por abuso sexual de menores constituyen los primeros hechos conocidos públicamente sobre una práctica aberrante que atraviesa en todo el mundo a la Iglesia católica de Roma, mayormente entre sacerdotes varones señalados, y en algunos casos condenados, por pedofilia. La primera argentina en ventilar la desagradable experiencia vivida en un convento religioso de San Lorenzo fue Sandra Migliore, quien a fines de 2014 publicó el libro “Raza de Víboras”, en el que da cuenta de sus padecimientos personales y de otros casos que conoció durante su noviciado. “Son perversas las monjas. Desde 1983 hasta la fecha, todas las superioras provinciales sabían y lo taparon”, dijo en una entrevista con El Eslabón, en la que aseguró que su libro fue “una forma de sanación”.
Nacida y criada en Justiniano Pose, provincia de Córdoba, Sandra Ileana Migliore ingresó en 1983, cuando tenía 16 años, al noviciado de la congregación Hermanas Educacionistas Franciscanas de Cristo Rey, en la ciudad de San Lorenzo. Su fe en Dios la llevó, de la mano de sus padres, hasta el convento donde iniciaría el noviciado para consagrarse como monja.
Sin embargo, ese sitio se convirtió en una pesadilla cuyas huellas la marcarían hasta estos días, cuando el Señor ya no ocupa un lugar en sus creencias y busca la sanación mediante la exteriorización de aquellos padecimientos juveniles.
Con los procesamientos a las monjas Kumiko Kosaka y la madre superiora Asunción Martínez –ambas involucradas en el caso del Instituto Próvolo de Mendoza– por primera vez la lista de miembros de la Iglesia Católica acusados de pedofilia alcanzó en 2017 a cuatro mujeres.
Hasta el 29 de diciembre de 2016, la monja Bibiana Fleitas, de San Lorenzo, era la única mujer denunciada públicamente por abuso de menores. Esta semana, la justicia ordenó detener a Alicia Pacheco, a quien otra ex monja, María Gracia Ramia Damario, acusó de haberla abusado cuando tenía 13 años.
El caso de San Lorenzo no está judicializado, puesto que cuando la víctima publicó la historia en su libro la persecución penal del delito había prescripto por el paso del tiempo. De todos modos, Migliore narra su historia en procura de que se conozca afuera lo ocurre intramuros de los conventos.
El sótano del terror
“Esta persona a la que denunciamos (la monja Bibiana Fleitas) fue maestra de novicias durante una década casi, ella preparaba a las chicas que ingresaban, algunas menores que yo, otras mayores. Estaba a cargo y año por año íbamos pasando por sus manos, como una maestra de grado”, recuerda ahora Sandra desde Córdoba.
Sobre la función que la hermana Bibiana cumplía en el noviciado, cuenta que “se encargaba de formarnos para la vida religiosa. Nos enseñaba a comportarnos como una monja, a vivir en comunidad, era la responsable. Como tenía poder sobre nosotras, hasta decidía si llegábamos a tomar los hábitos o no. Nos manipulaba, le teníamos un temor reverencial”.
El convento tenía una habitación a desnivel, un subsuelo, que Sandra califica en su libro como “el sótano del terror”. Allí, relató, la tutora abusaba de las jóvenes novicias.
—¿Qué te ocurrió a vos?
—Ella me acosó, me arrinconó, me quiso manosear, se quiso aprovechar de mí en uno de los sectores en los que trabajábamos en el noviciado. Después yo me fui de ahí cuando tomé los hábitos, en 1984, y siguieron los abusos. Hubo chicas que pasaron situaciones peores a las mía, porque las acosaba y abusaba en reiteradas oportunidades, amenazándolas.
—¿Cuál fue tu reacción?
—Mi reacción fue sacármela de encima de un empujón, es horrible recordar, traté de empujarla y de decir que yo la iba a denunciar con la monja que me había llevado al convento. Ella me dijo que me calle la boca porque si no, no iba a progresar, y que conmigo no se iba a meter más porque la monja que a mí me había llevado al convento la iba a matar si se enteraba. Y conmigo no se metió más, pero sí lo hizo con otras compañeras que no contaban con ningún tipo de protección o con un poco más de carácter para frenarla a tiempo. Si a mí me marcó esto a los quince años, de alguien que yo pretendía que fuera una maestra y un ejemplo, imagínate a chicas que fueron violadas noche por medio.
De rodillas
Sandra dijo a este periódico que se animó a contarle lo sucedido a una autoridad del convento. El resultado fue el inverso al esperado: le llamaron la atención a ella, revictimizándola.
“Nadie hizo nada después, lo que sí puedo decir es que las autoridades de ese momento de la congregación sabían lo que pasaba. A pesar de que teníamos miedo y éramos chicas, algunas de nosotras recurríamos a la autoridad, que estaba por encima de ella, para contarle lo que ella hacía con nosotras. Y ella nos hacía pedir perdón de rodillas, no nos creía”, contó.
En la misma línea, agregó que el encubrimiento era la forma de tratar esos horribles hechos. “No pasaba nada, se tapaba todo. Yo pensé que solamente a mí me había hecho eso, pero en los años subsiguientes cuando íbamos creciendo y ya consagradas, uno empieza a hablar más y nos empezamos a enterar que a todas nos hacía cosas”, relató Migliore.
Y recordó que “en esa época nadie denunciaba, porque como ya no estábamos más bajo su tutela (al año siguiente de ingresar al noviciado) seguíamos nuestra vida religiosa. Era un poco borrar todo lo que había pasado. Yo en ese momento quería ser maestra, quería trabajar, ese idealismo tonto de un adolescente. Es como que uno baja una cortina y sigue adelante, porque hubieron cosas lindas también”.
Sin embargo, esa cortina que había bajado al consagrarse como monja se abrió inesperadamente un día de 1991, cuando la hermana Bibiana Fleitas fue trasladada al colegio de la misma congregación en Lanús, Buenos Aires, donde Sandra trabajaba. El pasado regresaba de modo un intempestivo, azaroso, intolerable.
“En el 91 yo estaba en otro colegio en Lanús y la mandan a esta monja a vivir ahí. Me cayó la ficha y dije «yo no quiero esto». Esta mujer sigue acá y vaya donde vaya va a seguir molestando gente, y ahí me fui”, explicó.
La denuncia
Los presuntos abusos de la monja a las novicias comenzaron a filtrarse por las grietas de un muro de silencio recién en 2010.
Ese año “empezó el rumoreo”, recordó Sandra, y agregó que “en 2011 una monja de la propia congregación empezó a juntar a las chicas que habíamos sido abusadas, casi todas fuera de la vida religiosa, y nos pidió que hagamos denuncia delante de notarios eclesiásticos”.
El texto de la denuncia de Migliore dice: “Con algunas chicas estaba mucho tiempo. Algunas me llegaron a revelar cómo eran esos encuentros: besos, caricias, manoseos, relaciones sexuales con ella. Varias de las novicias, en diferentes horas de la noche se encontraban con la hermana Bibiana y eran víctimas del abuso, citadas por ella misma bajo amenaza”.
Y agrega que “algunos de esos encuentros se producían en un sótano que se encontraba ubicado debajo de una escalera en la zona del aspirantado. Una compañera desesperada me pidió ayuda, se sentía amenazada y que nadie iba a creerle, y fue así como recurrí a hablar con la que en ese entonces era la Hermana Provincial Natalia. Cuando le manifesté los hechos, me dijo que era una infamia, un atrevimiento, cómo hablaba así de mi formadora, que me olvide de esto, sino me tenía que ir”.
Sandra recuerda que hizo “lo que ella me dijo: guardé silencio y a la vez, hice un corte, interiormente, con mi formadora. Esto me trajo como consecuencia el sufrimiento de una constante persecución hacia mí durante el noviciado y el posterior pésimo informe entregado por ella a la maestra de junioras, lo que ocasionó más dificultades en mi proceso formativo”.
El mismísimo demonio
En Raza de Víboras, Migliore cuenta que “la hermana Bibiana tenía la habilidad de capturar a sus presas con un método infalible que consistía en hacerles sentir que eran lo más importante en su vida en ese momento, y que ese trato tan íntimo era exclusivo. Por lo tanto debía guardarse en lo más secreto del corazón como un tesoro escondido, remarcando en un tono amenazante la importancia de no decir una palabra, y describiendo de manera intimidatoria las consecuencias que ocasionaría si algo de lo que ella nos hacía saliera a la luz”.
Y sigue: “Así fue, al parecer, como todas guardamos silencio… todas soportamos los abusos, manoseos, de alguien descontrolado que parecía poseído por el mismísimo demonio. Todas no, las elegidas, las que acudían en diferentes horarios a meterse en su cama, o al lugar determinado, en un horario estipulado, como corderitos, llevados al matadero”.
Otra de las novicias que declaró ante un notario eclesiástico durante una investigación interna de la congregación relató en su denuncia: “En una oportunidad, me llamó a una habitación que estaba desocupada, diciendo que necesitaba hablar conmigo, y me besó en la boca, mientras me tocaba los pechos y me empujaba contra la pared con descontrol”.
La denuncia señala que “durante ese año, la situación se fue haciendo para mí insoportable (…) me hacía bajar una escalera del aspirantado y me llevaba al sótano de la escuela. Allí era lo más terrible, porque se desencajaba, me besaba con furor, me metía la mano en la ropa y se frotaba contra mí. Me asustaba y me enojaba. Yo me sentía culpable e impotente. Y ella repetía siempre: «Vos tenés la culpa de esto, porque tenés la piel de porcelana» y cosas así”.
El silencio
A pesar de las denuncias internas, la congregación guardó silencio sobre los abusos, a modo de negación. Si no se conoce, no ocurre.
En 2010, y luego de haber abandonado los hábitos, Sandra trabajaba en un colegio de la congregación en Lanús. “Cuando viene la Madre General de Roma, en 2011, me dice: «Por qué no te vas a tu casa, te pagamos un tratamiento psicológico, te conservamos el trabajo, pero ándate a tu pueblo”, recuerda sobre la invitación al olvido.
“Me fui y me siguieron pagando el sueldo como si yo estuviera ahí, durante dos años. Cuando yo me pongo a trabajar en el libro, me dijo «esto no te va a convenir ni a vos ni a mí». Cuando me dijo así, lo edité y lo publiqué”, dijo Sandra.
La respuesta no fue la contención a un víctima de abuso. “Me echaron”, contó la mujer. Desde entonces mantiene un pleito laboral, y también por daños y perjuicios, única huella judicial de sus padecimientos juveniles.
Pero no todo fue inacción. Según Migliore, el encubrimiento continuó una vez publicado el libro.
La hermana Bibiana dejó su congregación y desapareció. “Alguien la ayudó a irse a otra congregación, nadie puede cambiar por sí mismo, también cambió el nombre, se hacía llamar Victoria en vez de Bibiana”, contó, sobre la huida de Fleitas a Venezuela, donde aún la alcanza la impunidad.
El silencio sigue siendo la única respuesta de una institución que juzga los actos de sus feligreses y ahorca los propios. “Todas las autoridades de la congregación, desde que esta mujer ingresó a violar a y abusar, todas las provinciales supieron lo que pasaron y no dijeron nada”, dice Sandra.
Y más: “La superiora provincial de San Lorenzo se llama Lucila Rodríguez, ese es el nombre de monja, se llama Juana Bautista Rodríguez en el DNI, ella fue provincial en la época que la monja violaba a las chicas, era superiora de la casa, luego fue provincial, ella también lo sabía”.