Entre fines de 1976 y principios de 1977, Rodolfo Walsh escribe una serie de cartas que cobrarían celebridad póstuma. Una de ellas está destinada a su hija Vicki, otra a sus amigos, y la tercera a la Junta Militar. La carta a su hija fue escrita cuando Walsh supo que había muerto enfrentando fuerzas militares que intentaban reducir a un grupo de militantes de Montoneros. La carta a sus amigos fue redactada poco tiempo después, con el fin de contar lo que, para él, había significado esa muerte. Y la carta a la Junta Militar fue, en realidad, una carta abierta, dirigida a los jerarcas castrenses que gobernaban el país, pero destinada a ser leída por un público amplio, el de los medios de comunicación a los que Walsh hizo llegar su carta.
Antes de escribir esas cartas, Walsh había escrito numerosos textos y gozaba de un reconocimiento genuino como escritor. No era un escritor célebre, ni pertenecía al establishment literario, pero su nombre no era desconocido en el mundo de las letras y del periodismo, dos territorios que transitó con similar excelencia.
Su historia revela una voluntad, un deseo de escribir, desde sus momentos juveniles. Pero en esa época, su interés estaba centrado en los relatos policiales, que cultivó como autor, traductor y antólogo. Gustaba, como Borges, del policial inglés, caracterizado por su trama misteriosa y el protagonismo de un investigador que devela un crimen basándose en su raciocino de modo exclusivo.
Un hecho puntual vendría a arrebatarlo de ese universo ficticio y alejado de la realidad: los fusilamientos de José León Suárez, perpetrados por el gobierno de Aramburu y Rojas en la provincia de Buenos Aires, en el contexto de la represión a la asonada del General Valle en 1956. El encuentro con un sobreviviente de esa masacre, Juan Carlos Livraga, lo llevó a investigar profundamente ese hecho, para terminar denunciando un episodio silenciado en su primera obra de investigación periodística, intitulada justamente Operación Masacre. Allí, la narrativa de Walsh vira de una vertiente del relato policial a otra, puesto que ahora adopta las formas del policial negro, tal como se practicaba en los Estados Unidos desde comienzos de siglo.
A partir de entonces Walsh no cesaría de producir obras de investigación periodística, como Quién mató a Rosendo y El caso Satanowsky. Por otra parte, siguió escribiendo relatos de ficción y teatro. Y en 1968 dirigió el Periódico de la CGT de los Argentinos, un órgano de alto nivel periodístico y consumo masivo, que se transformó en uno de los instrumentos fundamentales de la lucha anti-dictatorial durante el gobierno de Onganía. Ello significó la asunción de un compromiso político que ya no abandonaría, y que lo llevaría a enrolarse en las filas de Montoneros en los años 70.
Walsh escribe esas cartas en condiciones singulares: hacia fines de 1976 era un militante clandestino, en repliegue, y perseguido por las fuerzas de la dictadura, dado que Montoneros era asimismo una organización a la defensiva y progresivamente desmembrada.
La carta a Vicki da cuenta de ese estado de cosas. En ella Walsh le dice que se ha enterado de su muerte, en realidad un suicidio ante la inminencia de caer en manos del enemigo. Lamenta no poder despedirla, por razones de seguridad, diciéndole que morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía.
En la carta a sus amigos, Walsh refiere el proceso que llevó a su hija a la militancia en Montoneros, después de iniciarse en el activismo sindical y social, para terminar inmolada en un combate desigual y siniestro. Dice: Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella.
La carta abierta a la Junta Militar fue escrita en vísperas del primer aniversario del golpe de marzo del 76. Lejos de la mera invectiva, su texto expone una denuncia abrumadora de los crímenes de lesa humanidad practicados por la dictadura genocida. Sin embargo, su sentido no se agota en esa denuncia, puesto que su argumento principal es algo más profundo. Dice Walsh: Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.
Walsh firmó la carta abierta con su nombre y apellido acompañados por el número de su documento de identidad. Llegó a distribuirla en redacciones de periódicos y agencias de noticia, hasta caer en manos de los militares el 25 de marzo de 1977.
Recién con la restauración de la democracia, a partir de 1983, el nombre de Walsh volvió a circular, a resonar, en el espacio público. Debió permanecer en la clandestinidad –su nombre, ya que él fue desaparecido– mientras duró el oprobio de la dictadura.
Esa reaparición estuvo lejos de ser consagratoria de manera unánime. Beatriz Sarlo, allá por 1984, cuestionó la Carta a Vicki y la Carta a mis Amigos por representar, según ella, una estética celebratoria de muerte. Era el típico reparo socialdemócrata, que pretendía preservar la democracia amparándola bajo la teoría de los dos demonios.
Otros críticos rescataron su nombre y su obra; entre los más notorios, un outsider como David Viñas.
Con los años, fue incluido en los programas universitarios y en el canon literario. Esos tironeos, de todos modos, nunca pudieron hacer de su obra, y de su nombre, un objeto tristemente museificado.
Fuente: El Eslabón
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