“Me fascinaba la idea de una familia que quedaba sola en el mundo, rodeada de muerte y de un enemigo ignorado e inalcanzable. Pensé en mí mismo, en mi familia, aislados en nuestro chalet y comencé a plantearme preguntas”. Héctor Germán Oesterheld
No sólo en El Eternauta, pero especialmente en El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld traslada la escenografía de la aventura a la Argentina. Como en Rolo, mi marciano favorito, directamente a Buenos Aires, con las posibilidades y variantes que ello implica. Pues el entorno suele adentrarse en el ser de los personajes; la relación entre el lugar, el transitar y el sentir deviene en personalidad.
Por largos años en la novela de aventuras, en el cómic y sobre todo en el cine, Hollywood capturó la atención, hegemonizó el género, copó la zona de andanzas de héroes y villanos. Hizo soñar a millones de personas con transformarse en salvadores del planeta o en estrellas públicamente reconocidas.
Desde temprano en los años 50 Oesterheld entrevió el desafío, fue comprendiendo la dificultad y degustando los resultados. Empezó a alternar obras situadas allá lejos –cowboys, Guerra Mundial– con narraciones que se aproximaban al Sur. Comprendió que si la historia era eficaz y el dibujo contundente, el reto no era imposible.
Acertó. No sólo mostró que resultaba un modo probable de contar, sino también que si se lo trabajaba editorialmente con el tiempo necesario, forjando una instalación entre los gustos del público, tenía perspectivas de superar –regionalmente hablando- las instancias tradicionales.
Claro que no se trataba solamente de la localización. El autor tendía en sus creaciones a derruír el esquema buenos – malos y a encontrar contradicciones en cada uno de los espacios humanos que protagonizaban un conflicto. Ni los indios eran criminales, ni los norteamericanos en la guerra resultaban impolutos. Puede decirse que dinamizó aspectos perspicaces en un público adormilado por trazos fijos.
Misterix, Hora Cero, Frontera, fueron algunas de las publicaciones que dieron cuenta de sus experimentos coronados por éxitos resonantes de ventas. Andando el tiempo, llegaría a alcanzar lo impensado: el público europeo terminaría por apasionarse con sus aventuras desarrolladas en territorio argentino, con protagonistas bien nuestros y dilemas muy locales.
Un recorrido por El Eternauta nos permite observar cómo el trazo de Solano López –en otra edición, el de Breccia– describe el paisaje porteño: su enfoque es a la vez formal e innovador, realista y encantador. Esa dualidad curiosa que caracterizó siempre al histórico compañero de Oesterheld contribuyó notablemente a la plasmación de una obra compleja.
¿Porqué? Como en toda la ciencia ficción, por muy profunda que resulte, aquí late la dificultad natural de narrar una historia suprearreal con rasgos creíbles y enlaces posibles. Son muchos los olvidables ejemplos en contrario. No siempre es fácil convencer al lector sobre la posibilidad que una gigantesca nave de metal tiene de surcar el espacio. No suele resultar sencillo adoptar como parte de una verdad la existencia de seres físicamente bien diferentes a los humanos.
Oesterheld tenía claro su oficio. Decía Procuro poner siempre en mis historias acción, vigor, emoción, con bastante acento humano. La historia ideal es la que sacude al lector al comienzo, lo apasiona en su desarrollo y lo conmueve al final. Si a eso se le puede agregar ternura, se llega a la perfección.
El Eternauta, se sabe, lo consigue largamente. Los Manos, con sus aspiraciones, sus proyectos, sus miedos y sus vidas interiores, resultan asequibles. Se los puede odiar, claro, pero lo más interesante es que se los puede comprender. La gran historieta ayuda a pensar y allí resquebraja desde otro perfil el estilo hollywoodense sin perder atracción: el héroe colectivo, muy superior al individual; los sentimientos propios, y de los otros; la valoración del país perdido; el sueño de la emancipación.
Lo aclaró con precisión en una entrevista: Nunca me interesaron los superhombres ni los héroes invencibles y todopoderosos. Con ellos sólo pueden construirse malas historietas. Prefiero los hombres comunes, viviendo historias que quizás pueden ocurrirle al lector. Llama la atención esta aseveración en un autor de ciencia ficción: pueden ocurrirle al lector. En verdad, le pasó a él mismo, en su decurso particular, y a todo un pueblo. El aspecto premonitorio de El Eternauta ha desvelado a los especialistas.
Escribió Juan Sasturain: “Vale la pena recordar que para Oesterheld y sus lectores deslumbrados, y en muchos casos consecuentes –los que teníamos 12 años, por ejemplo, cuando vimos a Juan Salvo golpearse el pecho como Tarzán bajo la nevada en la puerta de su casa–, la aventura no es el pelotudeo (irresponsable o no) de vivir peligrosa o gratuitamente fuera de reglas o de fronteras conocidas; metiéndose en líos o cambiando de trenes, de minas, de camas o de causas, sino otra cosa un poco más sutil: tener una aventura es encontrarse en una coyuntura en que está comprometido el sentido último de la vida personal y reconocerlo”.
Y añadió como cierre: “Unos cuentan para vivir y él lo hizo –y tan bien– durante muchos años; otros, viven solo para contarlo o cuentan después lo que no supieron vivir. Alguien tiene que vivir para contar lo que otros hicieron. En su caso, ejemplar, murió para que contemos cómo vivió hasta sus últimas consecuencias lo que contaba.”
Buenos Aires ha sido y es territorio de aventura. Nadie aseguró que la misma debía tener final feliz. Lo apasionante de las grandes historias es que mantienen el interés. Al igual que sucede en la vida: no se sabe cómo van a terminar.
Gabriel Fenrández es director La Señal Medios / Sindical Federal / Área Periodística Radio Gráfica. Texto publicado originalmente en el Periódico Conexión 2000 Arte y Cultura.