Roberto Lavagna y Eduardo Duhalde tienen 77 años. Ocupan, desde hace algunos meses, el centro del debate político nacional. Son dos dirigentes con largas trayectorias ligadas a todas las experiencias de gobierno en los 35 años de democracia. El primero es la versión racional, moderada y eficiente, el modus en chancleta de la madurez, que participó en el gobierno de Alfonsín, se hizo cargo con Duhalde, se heredó con Néstor Kirchner y salió despedido tras la ruptura entre kirchnerismo y duhaldismo. El otro, es el político pillo, el viejo lobo que desanduvo los pasillos del poder, el líder político con know-how técnico curtido en la gestión de la maquinaria pública en territorio y astucia infinita para colocarse en los puntos donde la tensión entre las fuerzas cede ligeramente. A uno no le alcanza sin el otro -ahí queda la magra experiencia del 2007 con el escudo radical-; el otro no puede sin un lugarteniente que vindique su nombre. Desde esa Tercera Edad ambos tejen un poder sin visibilidad plena con distintas formas de intervención. Uno con la inspiración bondadosa y austera, el currículum de salvatajes y estabilización con buenas prácticas; el otro con la muñeca avezada para retener su ascendiente en el peronismo y, por su intermedio, volverse casi una sombra de la partidocracia en la vida política de la postdictadura.

Ahora vuelven con su campanario de la argentina productiva ante el desastre de un gobierno capitaneado por el sector de las finanzas, los servicios y la energía, para dejar atrás los viejos problemas entrampados en la grieta y las minorías gobernantes y pasar a un gobierno que construya consensos amplios en los que nadie ponga nada demasiado en riesgo. “Que una calle de cada pueblo se llame como un empresario”, dice Duhalde en su rol de entrevistado que presenta sus libros y conversa sobre la vida política del país. Un toque de prudencia en la marejada de acusaciones y denuncias que poco aportan al clima de inversiones. Ambos ostentan el carácter del hombre de gobierno que sabe que hay que disolver las tensiones de superficie provocadas por desacuerdos artificiales para avanzar en una transición hacia una democracia estabilizada, sin los sobresaltos de la Década Ganada ni las asfixias de la Revolución de la Alegría. Como si la democracia se embarcara en una Tercera Edad de garantías institucionales, buenos tratos políticos y racionalidad formal. Un saneamiento no como caos desatado, sino como juiciosa aplicación de la ley en beneficio del orden. Esa es la entidad sagrada: el orden. La Tercera Edad tiene que mostrarse como los expertos de ánimo templado para contener la euforia y el hastío de una sociedad exprimida por la angurria del capital financiero. Tienen algo de figuras de barro que surgen del entramado terroso de la Argentina productiva. Y por eso las chancletas necesitan de las certezas que brindan los fierros peronistas por detrás para no caer en el símil evidente del chasco delarruísta.   

Duhalde llegó al poder a partir de situaciones de crisis en dos oportunidades. En el ’74, cuando asumió en Lomas de Zamora; y en el 2002, tras el estallido del 2001. Gobernó durante 30 años y conservó una cuota de influencia sobre la vida política, aún desde el retiro, como solo logró hacerlo Raúl Alfonsín. Por esa razón, se muestra como el reverso necesario del líder radical -elevado a rango de prócer tras su primera década fallecido- para construir los acuerdos reguladores de la vida nacional: instituciones fuertes de un Estado que responde. Esa afinidad se cristalizó con dimensiones fundamentales mientras uno era presidente y el otro un intendente que había sido depuesto por los militares y volvía con la democracia para transformarse en una figura clave de la Renovación Peronista en los ’80, meterse en la lista presidencial en el ’89 y saltar a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires. También la relación con Alfonsín adquirió densidad decisiva durante las jornadas del 2001, donde jugaron como maestros mayores en la obra de un nuevo gobierno.

Ahora Duhalde aparece como el principal promotor de Lavagna, un Don King bonaerense que sabe leer la faena para sacar un buen negocio. Y propone la modificación de la Constitución para establecer mandatos presidenciales de cinco años, con una sola reelección: “como los uruguayos”. Duhalde le teme al desgobierno. Prefiere la redistribución de las responsabilidades, la conformación de coaliciones fuertes estructuradas en los partidos políticos que mantenga las condiciones como el bañero que echa el cloro, pasa el barrefondo y hace circular el agua. Contra el despilfarro de libertades -las de la “juventud maravillada” del kirchnerismo hasta las de los tomadores de deuda y fugadores seriales-, ellos traen la moralidad como filosofía de base para la integración social. Porque es mejor que la gente esté sembrando la tierra y ganando su pan antes que replegada en la incertidumbre permanente que estalla ante “la menor chispita”.

En ese sentido, el duhaldismo es un tipo específico de relación con las fuerzas policiales como un órgano político antes que un instrumento de seguridad. Un contrafrente de gestión de opacidades para la debelación racional del experto economista que cierra las cuentas. En Duhalde se conecta ese otro poder desprendido del Proceso como una lombriz solitaria que se agiganta y ocupa todo el organismo interno de la democracia. A su vez, Duhalde es uno de los dos presidentes -junto a Alfonsín- que no tuvieron causa durante o después de su mandato. Dos veces -dice- se presentó ante la Justicia: una fue contra el periodista Hernán López Echagüe, que escribió la biografía El Otro, y al que define como “un mentiroso”; la otra con el dirigente social Luis D’elía, cuando sentenció que era “el zabeca de Banfield” el patrón del narcotráfico en la Provincia. En ambos casos, Duhalde salió indemne, vencedor, aguerrido como un hombre del orden constitucional que se somete a las pesquisas necesarias para reafirmar su vocación de servicio y su entereza ética.

Por eso, además, defiende estoicamente a Lula como líder popular perseguido e injustamente encarcelado. Es un modo de marcar un límite a la intromisión del poder judicial en los asuntos de Estado. El poder es Ejecutivo. Y desde esa centralidad se coordinan los esfuerzos para la correcta gobernanza. Al hablar, Duhalde construye la figura de Intocable con la misma aguja con que pincha las zonas sensibles de la política argentina. El Intocable lo es porque no hay nadie que alcance su mismo grado de jerarquía. Es el abuelo portador de un algo que lo instituye en momentos de excepción. Pero ese saber de lo histórico tuvo su falla y la Masacre de Avellaneda se vuelve un hito primordial en el colapso de su sistema de pacificación social.

Entonces la promoción de Lavagna nace de un compendio de realismo urgente, revisión de los errores del pasado y valoración de lo bien hecho. “¿Cuál es el problema de la Argentina para la gente? Es la economía. Hombre serio, responsable, trabajador (…) La historia hace que determinadas personas, por circunstancias especiales, puedan ocupar un rol, y yo creo que es él. Él está encima de la grieta”, le responde largamente a Jorge Fontevecchia en referencia a Lavagna. Duhalde opera en la realidad política de la Argentina como un alquimista frustrado por no haber sido el elegido. Y es desde ese lugar que propone la incorporación masiva a esa coalición, empezando por los grandes partidos y, especialmente, por el radicalismo. Para eso, cita a Alende y su “justicialismo pueblo” y su “radicalismo pueblo”. No es fácil tragarse la ampolla de Cambiemos y tener que dar la cara por el desastre provocado.

De lo que se trata, es de clavar los pilotes para un gobierno sobre acuerdos generales en pos de una administración eficiente. No hay afán transformador de las instituciones, son conservadores como una premisa de equilibrio, confiando que los conflictos pueden procesarse sin tener que alterar el sentido unívoco de la historia. Que es la historia del orden. Por eso tampoco se prenden a las bestialidades del cambio que parece azotar el cuerpo social con su futuro resplandeciente. Su propuesta está basada en la contención de los desbandes y el control social mediante la vinculación asistencial con los sectores populares. Y «demostrar que los que apuestan a la renta productiva también ganan», como dijo el gobernador sanjuanino, Sergio Uñac, uno de los cuadros jóvenes que quieren ponerse el uniforme de discípulo de la «gobernanza moderna» y se consideran capaces de lograr sensatez política para amortiguar las malas noticias que inevitablemente habrá que dar. Son los que confían en que la fórmula Lavagna sea la de un cuarto intermedio para un país en bancarrota y pueda no implicar tenerlo al economista en la nómina. Que acaso funja como secretario general del Concejo de Ancianos y se designe un frontman nuevo, enérgico y con proyección. Ese grupo de dirigentes ansían adelantar la transición y que el 2019 se transforme en 2023. Por ahora, Uñac se metió 55 puntos provinciales en la bolsa y desde ahí pide rienda nacional. El resto aspira a aclimatar con diálogos la envidia que genera Schiaretti y su Córdoba alambrada.    

La Tercera Edad parece entender la política como el arte de medir las magnitudes y acompañar los procesos hacia los resultados más beneficiosos. Cuando intentaron conseguir el poder a través del espaldarazo electoral, no les alcanzó. Pero aun cuando salen derrotados, no pierden. Se reparten las posiciones. Duhalde sabe perfectamente que los nombres propios, en política, no son menores, pero que la historia no suele ser generosa con ese presupuesto y son pocos los que se afirman en el espacio reservado a los que instalan con su práctica una nueva nominación. Incluso, parece saber que el duhaldismo es una entidad amorfa, una especie de metáfora siempre presente pero nunca del todo determinante. Por eso confía en Lavagna, último bastión de lo creíble. La interpretación que la Tercera Edad hace del siglo XXI está erigida sobre el supuesto del descreimiento: diagnostican una crisis aguda al interior del sistema político porque la credibilidad fundante del diálogo candidato-elector quedó irreparablemente destrozada. Entonces son necesarios los compromisos éticos sobre la base de puntos de gobierno. Es lo que hicieron con Alfonsín.

Y desde ahí quieren legar una fórmula de orden para la posteridad. Lavagna como el administrador eficiente que no necesita hablar demasiado. Duhalde como el sabio político que hace su última apuesta: “si no se puede lograr (…) armar una gran coalición, porque si no, no podemos salir, me dedicaré a lo que me gusta. Me gusta escribir, tengo tres libros para este año, me gusta mucho la universidad”. Veremos en un tiempo en qué tipo de despacho le tocará a cada uno para despuntar el vicio.

*Periodista, escritor, integrante del espacio literario El Corán y el Termotanque

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