Amanda iba a cumplir los siete años cuando su mamá la anotó en el primer grado en una primaria de Río Cuarto. El primer día llegó tarde a clases. Quizás para “que aprenda a no hacerlo más”, la maestra la sentó en la última fila. Cuando iba camino al pupitre asignado, una de las nenas, se dio vuelta y la miró: “Tenía como una capita de matelassé, rosa brillante, de esas cosas que yo nunca tenía, medio que se rió de mí. ¿Y qué hice yo? En el recreo me escapé y me fui a mi casa, que estaba a pocas cuadras. Mi mamá y mi papá, horrorizados con lo que había hecho, decidieron que no vaya más a la escuela”. Ese fue su primer día de clases. El resto de los setenta años que siguen le dieron lo que ella llama todo el tiempo “una suerte enorme”, “un regalo de la vida”, y es haberse encontrado en su camino con las hermanas Olga y Leticia Cossettini, con Rubén Naranjo y contagiado de la alegría interminable de la educación de la Patria Grande.
Amanda Paccotti nació en Rosario. Es hija única. Su mamá era ama de casa y su papá ferroviario. Ninguno terminó la escuela primaria. Vivieron unos años en Villa del Rosario (Córdoba) y luego en Río Cuarto, en una pensión que le daban a los ferroviarios. Cuando trasladaron a su papá a Rosario, la volvieron a inscribir en primer grado, pero esta vez en la Escuela Carrasco de barrio Alberdi. “Yo parecía Blancanieves y los siete enanitos, de lo alta y grandota que era. Tenía un año más”. A los pocos días la llevan a la dirección, a cargo de Olga Cossettini: “Olga me hace leer y ahí nomás me pasan a primero superior con la señorita Rosita. Nunca me sentí que estaba en un examen ni traumatizada ni nada de eso”. Empezaba a experimentar cómo es eso de educar privilegiando el interés de la niñez antes que el papelerío burocrático.
“Mi admiración por Olga era adoración de verdad, ese pelo blanco… No sé por qué pero siempre la veo con algo celeste. Tal vez sería su guardapolvo, siempre caminando mucho las galerías”, regala Amanda una de las tantas imágenes de la educadora de la Escuela Serena. Las hermanas Olga y Leticia Cossettini lideraron una innovadora experiencia pedagógica conocida como Escuela Serena (entre 1935 y 1950) que marcaría a varias generaciones de educadoras.
“No soy del riñón propiamente Cossettini, porque en el 50, cuando yo estaba en segundo o tercer grado, es cuando la exoneran a Olga. La tuve como directora tres años. A la escuela no la asesinan, sino que agoniza. A Leticia no la tuve de maestra, sí aprendiendo títeres con ella en uno de los espacios por los que nos movían a los más chiquitos. Tengo la idea de que en lugar de las mesas en las que aprendíamos terminé sentada en pupitres”, grafica para describir cómo se aniquilaba poco a poco aquella experiencia. Eso sí, las maestras que siguieron en su paso por la primaria habían sido formadas por Olga. La pedagogía cossettiniana seguía presente.
De Alberdi se fue al centro de Rosario, a estudiar el secundario en el Normal N°1 en tiempos que su barrio era un pueblo de calles de tierra y se viajaba en tranvía. “Entré en el ‘54, este año cumplimos los 60 de graduadas. Por suerte iba con mi amiga Alicia Ciocca, que nos tomábamos de la mano en el tranvía”. Se recibió de maestra normal nacional, como era el título de entonces. Estudió dos años más y se graduó como profesora de jardín de infantes. Su primer trabajo como reemplazante lo tuvo en la Escuela Carrasco.
En la casa de Alberdi
Son las dos de la tarde y el único ruido que se siente por la calle Chiclana es el ruido de los autos que pasan. La puerta de la casa que fuera de Olga y Leticia está entreabierta. Alcanza con tocar un poco para que se asome Amanda e invite a pasar. Por un rato se queda con nosotras Elena, una de las vecinas que participa del Centro de Jubilados Amigos del Paraná que allí tiene su sede. También comparten el espacio, desde este año que la provincia compró la casa, la Red Cossettini y la promesa del Ministerio de Educación de hacer un laboratorio pedagógico.
La luz del sol entra por el gran ventanal del living desde donde se mira el jardín de la entrada. A un costado está el lugar donde antes estaba una biblioteca. “El escritorio de Olga que estaba aquí ahora está en la Biblioteca Argentina”, dice Amanda señalando otro que lo reemplaza. Y ahí nos sentamos a conversar. Son muchas las imágenes que tiene de esta casa. “Siempre me costaba venir de visita cuando estaba Olga, porque era medio como rendir cuentas, qué hacía, dónde estaba. Entonces pasaba el día del maestro y un saludito….”.
Otra imagen que la conmueve es cuando falleció Olga. Fue el 23 de mayo de 1987, por la noche. “La velan acá, donde estamos charlado. Para mí fue una revelación cómo asume ese momento Leticia. Ella le pone las flores de su jardín, supongo que las que se llaman tacos de reina. Esa noche es la primera vez que veo las cajas de Olga con sus cosas, luego supe que tenía un ropero con más cosas guardadas, que preparó con esa visión de que era valioso lo que ellas hicieron y lo que iba a pasar”. Admite que le cuesta entrar a la casa y no ver esa escena. Igual que pasar por la Escuela Carrasco y recordar que cuando la trasladaron a Olga y pasaron por el frente de esta primaria, la única persona parada en la entrada era la portera. “Lloré mucho”.
Un tiempo después Amanda se iría a vivir varios años al exterior, primero a Ginebra, luego a Perú, acompañando a su esposo Juan Carlos en su trabajo. “Siempre me escribí con Leticia, que tenía esa grafía …”, larga como un suspiro.
Arte, red y biblioteca
“Amandita hacé, me decía siempre mi papá”, lo cuenta para describir lo incondicional que era. También habla de los prejuicios de su madre: “Se guiaba mucho por el qué dirán y encima yo era bastante salidora”. “Como regalo de los 15 –continúa su relato- me pude hacer socia de Remeros. A mi mamá no había que contarle nada, ni que yo remaba o que me iba a la playa con malla de dos piezas, que en realidad eran calzones hasta acá…”, se ríe poniéndose las manos en la cintura.
A esos recuerdos, todo el tiempo habla de los “regalos de la vida”, de la “suerte que tuvo”. Y en ese recorrido se inscribe su paso por la Escuela Provincial de Artes Visuales Manuel Belgrano, “cuando estaba en la calle San Martín al fondo, casi esquina Urquiza”. Ahí lo conoce a Rubén Naranjo y lo que define como “un lujo de profesores” como si saboreara cada nombre: Oscar Herrero Miranda, Osvaldo Boglione, Eduardo Serón, Julián Usandizaga, Carmelina Castellano, Pedro Sinópoli, Hugo Padeletti, Josefa Salinas, Mele Bruniard, entre tantos otros. En ese momento estaba embarazada de su primer hijo: Santiago, luego llegarían Jorgelina y Paulina.
En esos aprendizajes que seguía sumando Amanda también aparece en su memoria un lugar muy especial para la Biblioteca Popular Alberdi. “Antes estaba en la calle Freyre, entre Warnes y Rondeau. Ahora hay un bar ahí, un boliche bien de barrio y siempre paso y les digo ‘acá había una biblioteca’ y me responden: ‘Sí, entre… hay tinto, rosado, blanco…’”. Hace unos años Amanda regresó a esa biblioteca –ubicada en Zelaya al 2000– donde ahora trabaja buena parte de su tiempo haciendo de todo un poco para promover la lectura. Un trabajo que une al tiempo que le dedica también a la Red Cossettini, empeñada en que la docencia valore sus propias prácticas, se recuperen con orgullo las historias pedagógicas valiosas, sobre todo las latinoamericanas y se dejen de “comprar tantas cosas de afuera que no sirven”. Y por si fuera poco, también se hace lugar para promover la educación por el arte, desde el Consejo Latinoamericano de Educación por el Arte (Clea) del que participa activamente.
De seudónimo, Coquena
En el preciso instante que Amanda comienza a relatar su paso por la Escuela Integral de Fisherton llegan más vecinas a la casa de Chiclana 345. Vienen a jugar al burako. Las sillas se acomodan en lo que antes era la cocina de las Cossettini. Nos vamos entonces a una de las habitaciones del fondo, la última. Amanda retoma la charla.
En 1962 se entera que Silvana Sandri de Méndez decide armar una escuela en Fisherton. Para enseñar allí había que aprobar un concurso. Vaya sorpresa se llevó cuando supo que en el jurado estaban Olga Cossettini y Rosita Ziperovich. “Nos presentamos ciento y algo de maestras. Se hace el escrito y después me llaman para un oral, a donde ya fuimos menos. Cuando me toca el turno, no me acuerdo quién, pero me dice: ‘Su trabajo es normal, pero lo que nos gustó muchísimo es el seudónimo que usted eligió para el escrito. Porque hemos descartado algunos seudónimos’. Era la época en que nacía Sandro, y muchas se inspiraron en él para los seudónimos. Estoy segura que (Olga y Rosita) ni leyeron esos escritos, los descartaron. Yo me salvé porque le había puesto Coquena. No sé quién me lo puso en mi camino. Viste cómo éramos de tontas en aquella época, que teníamos 20 años y andábamos con los duendecitos y esas cosas”. Amanda aprobó, tomó un primer grado y trabajó en esa escuela en distintos cargos hasta 1988.
Entre cartas y cuadernos
Amanda dice que Olga y Leticia no eran las maestras dulces, cariñosas e ingenuas que recorre el imaginario de muchos, y que de alguna manera confunden con el respeto que sí tenían con el oficio y la niñez. “Eran bravas. Eran fuertes”, asegura y cuenta que pocos se le animaban a Olga. Y que Leticia había creado el “Coro de Pájaros” porque se le hacía difícil estar en el salón con tantos chicos inquietos. Después de todo, fue una estrategia valiosa, apoyada en el arte que provee la música y en el conocimiento previo que tenían esos niños de los pájaros de la barranca.
Olga muere en 1987, y en 1988 las cajas que conservaban la experiencia de la Escuela Carrasco llegan al Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la Educación (Irice-Conicet). Por problemas de salud, derivados de un mal pasar en los últimos años que trabajó en la Integral de Fisherton, Amanda se traslada al Irice. Le asignan ser parte de la tarea de clasificar el patrimonio pedagógico de las Cossettini. “Empiezo a abrir las cajas, hasta con vergüenza. Lo primero con lo que me encontré fueron los cuadernos de clases, pero también estaban las cartas”, relata sobre ese momento crucial en el que reconoce que por falta de asesoramiento de alguien especializado se cometieron “barbaridades” como marcar con un fibrón el material. ¿Ignorancia?¿Casualidad? Nada de eso. Eran los tiempos en que en el Irice todavía “reinaban los Bruera” (Ricardo Bruera había sido el ministro de Educación de la dictadura de 1976).
En los años que siguen, el cineasta Mario Piazza realiza el documental “La Escuela de la Señorita Olga” (1991) y se publica la historia de estas hermanas en la colección “Rosario, historias de aquí a la vuelta” que ahora se reedita.
Entre Suiza y Perú
Amanda cuenta que nunca sintió tanto aburrimiento como cuando vivió en Ginebra (Suiza). Una de esas tardes que buscaba pasar el rato va al cine con su hija Paulina a ver una película que le había llamado la atención el título: “Korczak” (dirigida por Andrzej Wajda). “Éramos cuatro personas en el cine, y me la pasé llorando”, describe sobre lo que pretendió ser una salida al aburrimiento. Pero una vez más a Amanda se le abrió un camino sin retorno en ese cine. Conoció a Wkadimir Halperín, “un Naranjo suizo, muy comprometido con los niños”, según lo describe a quien presidía la Asociación Internacional de Amigos de Janusz Korczak. Y así se une a esta asociación.
Más tarde se daría un encuentro entre Rubén y Wkadimir en Suiza. Y Naranjo escribe el libro que tituló “Janusz Korzack: Maestro de la humanidad”, donde relata la vida del médico polaco que decide acompañar en tiempos del nazismo a la muerte a los más de 200 niños judíos, que tenía a su cargo en un asilo.
Amanda recuerda la llegada a Lima como muy ruidosa. Otra vez dice “tengo una suerte…” y ahí nomás empieza a recorrer la capital peruana con su relato, donde la encuentra por primera vez en una Feria de Libros al Movimiento Fe y Alegría. “Un movimiento de educación popular de base cristiana, pero que hablaban de mediación, de creatividad, estaban en contra de que los chicos desfilen como los soldados. Me dije ‘pucha, vengo de Ginebra donde está Piaget, y acá están haciendo lo que allá no hacen”. Terminó unida a este espacio. Recuerda que su primer prejuicio fue pensar que no tendría lugar por no ser creyente. “¿Y quién te ha preguntado algo?”, le respondieron del Movimiento tras exponer su duda.
Ternura
Todo se entrelaza en la vida de Amanda: pedagogía, bibliotecas, las infancias. Hay un hilo común que ella elige nombrar con la palabra “ternura”: “Yo creo que siempre tuve y sigo teniendo, no sé si es cursi, una gran ternura por los chicos. Y siento que les estamos fallando, más ahora, que los estamos abandonando, sobre todo a esos chicos que están comiendo de la basura. No sé cómo podemos seguir aceptando eso. También hay un abandono en otros chicos, que están solos, desde que les festejan esos cumpleaños que son tan impersonales”. Más tarde, agregará que le indignan “la pobreza, la gente que piensa solo en ella y no puede dejar una hora de su vida para otra cosa”.
Amanda tiene cinco nietas y nietos: Julia, Alonso, Antonia, Lulú y Marquitos. Asegura que en ellos encuentra el compromiso con la vida, para no quedarse quieta ante la injusticia. Lo cuenta de manera muy bella, recordando el nacimiento de su primera nieta: “Cuando nació Julia, yo la vi y estoy convencida que me miró, con esos dos ojitos como dos uvitas, y fue como que sentí ‘pucha esos ojitos que me miraron con un compromiso de que hay que hacer otra cosa’”.
Tacos de reina
De la última habitación de la casa de las Cossettini pasamos al jardín. En el trayecto, Amanda tiene siempre una historia para contar. Como la vez que se quedaron a dormir unas maestras cordobesas, y que en realidad no pegaron un ojo en toda la noche, poniéndose en un mágico diálogo imaginado con Olga y Leticia. Es que la casa de Alberdi –asegura- es un “faro en Latinoamérica que todos quieren conocer”.
“Amanda, las Cossettini ¿novios? ¿novias?” La pregunta la toma con felicidad y otra vez empiezan a rodar las anécdotas: “¡Nosotras hicimos unas historias! Olga con Atahualpa Yupanqui y Leticia con Jesualdo Sosa (maestro uruguayo). Una vez Julio Vacaflor entrevistó a Leticia y la primera pregunta que le hace es por qué no se había casado. Leticia le respondió: ‘No joven, efectivamente no me he casado, pero eso no quiere decir que no haya amado o que no me hayan amado’. El gordo se quedó mudo”.
Una de las historias de amor que se escriben alrededor de Leticia es con el cineasta Fernando Birri. “Birri 22 años, Leticia 40. El se va a Italia y le escribe desde allá con una sensualidad…”, confía Amanda para dar lugar a otra anécdota amorosa: “En 2004, estábamos con Juan Carlos en el Malba, donde se hacía un homenaje a Birri. Leticia estaba por cumplir los 100 años. Me animo y me acerco a saludarlo. Le cuento que soy de Rosario y cuando la nombro a Leticia, deja todo, me agarra de las manos y me dice: ‘¡No me diga que Leticia vive! Es el mejor regalo que me puede dar’. El se iba a Italia, entonces dedica su catálogo a Leticia con unas estrellitas y un escrito hermoso que firma ‘con todo mi amor’”. De regreso a Rosario, Amanda se lo lleva a Leticia, ella lo lee y se sonroja con un gesto cómplice de pudor.
Vamos de aquí para allá por ese hermoso jardín de la casa de las Cossettini. Amanda insiste que nos llevemos unos tacos de reina, esa flor naranja de hojas bien verdes. Le hacemos caso. Habla de las azaleas y otra vez de los tacos de reina. “Según mi marido, soy un poco estrella: me gusta que me conozcan, que cuando voy por la calle me saluden con un ‘Chau, seño’. Las maestras jardineras somos un poco así”. Y sí, Juan Carlos tiene razón, Amanda es una estrella y una flor de maestra.