Taxi es la última novela del escritor, periodista y docente Pablo Bilsky (Rosario 1963) que se publicó hace poco más de un mes en Rosario. También es el primer título de la colección Tinta Negra de la editorial Le Pecore Nere, según la cual, este sello se propone relanzar el género policial en el ámbito local. Bilsky, que no es especialmente un aficionado a este género (dicho por él mismo) aprovechó para jugar un poco, invertir roles tradicionales. Acá el narrador es el asesino, el back seat killer, redentor del hombre nuca, el asesino de taxistas. Desde el asiento de atrás los escucha, toma notas, los mata, los descuartiza y con una Singer cose los restos de los tipos con menudos de pollo. Un cadáver exquisito, ¡de taxista!, y aguarda la resurrección. El criminal planea refundar il borghetto, la aldea, una ciudad que contiene a todas las ciudades. Sí, es un loquito, un enfermo, un depravado, un loco de la guerra, o un psicópata, como los de las películas americanas. Esos que reproducen en serie los yankis, los perversos enlatados de América, la gran factoría de la diversión y la locura, prolija, quirúrgicamente segregada. Lista para consumir. 

Los perversos, dice Rudinesco, suelen ser aquellos a quienes las sociedades humanas, preocupadas por desmarcarse de una parte maldita de sí mismas, han designado como tales. Esos que se empeñan en “imitar al mundo natural del que se los ha extirpado con el fin de parodiarlo mejor”. Taxi es, en el mejor estilo lamborghiniano, una fiestonga de violencia hiperbólica: una parodia insoportable al cinismo y la crueldad del mundo post industrial. Sabemos que el capitalismo no sólo es un modo de producción de mercancías, basado en la explotación del trabajo asalariado o la especulación financiera.También es una máquina muy eficaz de producir sentidos, mediante una repetición brutal y embrutecedora. Un amo hambreador, voraz.

En la novela, un tachero describe un catálogo de diferentes modos en que se aplica la pena de muerte, mediante sesiones de tortura y tormentos de todo tipo, en distintas partes del mundo. El hombre de bien pide el escarnio público del indocumentado, el delincuente, el degenerado. Está expectante a “recibir pedacitos de hijo de puta en la cara”. Bilsky, que viene dando vueltas al tema desde su primera novela Herodes (Yo soy Gilda, 2015), y también desde sus crónicas periodísticas y de viaje (China, 2018), señala esa simetría especular entre la gran maldición del goce ilimitado del perverso y el de sus verdugos insaciables. Por suerte, el del primero queda sofocado, replicado, y repetido hasta el hartazgo en noticieros, periódicos, o en el discurso del mismísimo presidente.

Entre la crónica, la poesía en prosa y el monólogo interior, Bilsky propone una alternancia entre el habla de la calle (un punto de vista en movimiento, como el de los hombres del volante) y la irrupción de una escritura sofisticada, elaborada, recargada, barroquizada, embarrada de excremento, semen, pus y sangre. Colgajos y escupitajos. Una escritura febril, revulsiva y por momentos insoportable, pero que, creemos, son los efectos de una búsqueda deliberada del autor. Oscilante entre un pícaro Borges, políglota falseador, y el Sade maldito de la desmesura, Bilsky crea su propio registro para vislumbrar aquello que se escapa a lo representable, a lo simbolizable. Lo mismo insiste, agota todas las posibilidades del lenguaje, todos los recursos textuales, para rodear y abismar a todos y a todas en ese agujero negro cuyo fondo imposible es tan sólo una superficie precaria y necesaria, un rudimento para dar lugar a la fantasía, la que crea los monstruos que nos tienen a tiro. Y contra la pared, por las dudas. Sino preguntenle al pequeño Walt Disney de Bilsky en el altillo, (¡tu aullido, Walt, quiera Dios, no se va a oír!). Por algo se habrá frizado. Igual, a sus ratones ya los conocemos.

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