Veinte años no son nada, son mucho. Y lo sabemos simplemente si percibimos los vaivenes socioeconómicos que atravesamos en dos décadas. El arte y la cultura son siempre lugar cuando no de resistencia de contención, pero nunca testigos inadvertidos; así que estar en movimiento como artista en estos últimos veinte años en nuestro país tiene el tamaño de la hazaña de un trabajador que logró mantenerse en pié en todos los embates y que, desde allí, puede además emocionarnos con aquello que apenas soñamos a veces. Juan Ignacio Favre justamente empezó su obra musical (la editada) en 1999 formando parte del colectivo rosarino Planeta X, por eso puede dar cuenta, tras ocho discazos –el último en 2017, año en que también el Concejo Municipal de Rosario lo declaró artista distinguido de la ciudad– de estos años de su propio “devenir” como músico, como él dice, y de la pequeña gran historia del arte independiente y autogestivo de la ciudad en las últimas dos décadas. Ese recorrido es el que se celebró el miércoles 24 de julio: la retrospectiva de una obra personal de años simbólicos y ligados íntimamente a una cultura urbana no mercantilizada y, tal vez por eso, más anclada en lo afectivo, descontaminada de la unificación que los modelos económicos imponen sobre las formas de vida.
La fiesta de estos veinte años de canciones se planeó sin demasiada anticipación, como es que salen las mejores fiestas. Y lo cierto es que el recital celebratorio de Juani convocó a mucha gente linda: muchas y muchos músicos amigos de los ‘90, bailarines, amigas y amigos de las artes callejeras, y amigas y amigos de los medios también. Las previas (y los post) de recitales suelen ser un momento de charla, de deriva (aquí, público y artistas están en la misma) y, sobre todo, de encuentro. Aquello que casi ha sido sustraído por el neoliberalismo de los cuerpos, el momento de la comunicación sensorial compartida. El encuentro fue en un gran galpón de Pichincha en el que se sirven comida y tragos, que ahora se acostumbra. Un rato antes de la media noche, dejamos nuestros nachos con hummus (una extraña mezcla de México y Medio Oriente que se agradece si evita las papas con cheddar y similares) y empezó un compendio de maravillas.
La lista de temas fue hermosamente elegida y sonó perfecta, impactante en su minimalismo (parecía increíble que solo hubiese una voz y una guitarra) y poderosísima en la ejecución e interpretación. Muchas canciones quedaron literalmente flotando en un silencio total de emoción.
Tengo mis preferencias, pero seguramente puede haber otra selección de grandes momentos, porque fue todo un gran momento. Me guardo estos: entre las más antiguas, fueron increíbles las versiones de ¿Saudade? (Uruguay, 1999) y de Domingo (Sos mi tren, 2001): lo-fi primigenio, inscrito en los noventas, que bien podían compartir en los genes también Peligrosos Gorriones, Suárez y los vascos Le Mans, con una vigencia intacta; incluso, puesto entre música del estilo pero de hoy, sobresaldría por la calidad lírica y por las vueltas melódicas (ambas cosas a veces descuidadas en la canción indie). También la versión sin cantar, pero con una quena que parecía hablar, de Despierto en la sombra (Despierto en la sombra, 2017) y las de las latinas La flor salvaje (2015) y Un mundo mejor (La Paz Ciencia, 2013), que Juani toca con la criolla como si fuesen orquestadas, en este caso para ser bailadas por las hijas y los hijos, también.
Todo un “viaje a la profundidad” de la poesía con música, a eso que llamamos canción.