“¡Qué puntual!”. Saluda una amiga a otra en el punto fijado para el encuentro. Detrás, las esculturas de Lola Mora las miran, enseguida las dos enfilan para el Parque Nacional a la Bandera, bien frente al río. Hablan de lo que demoró el cole, del calor, que en ese momento –a las siete y media de la tarde– marca 29 grados, y que no sabían si traerse algún abrigo por las dudas. La camperita es siempre necesaria. Eso lo aprendí con mi mamá y así lo transmití a mi familia (mi hija me ha llegado a odiar por estar con 40 grados en un recital con un buzo a cuesta).
Volvamos a calle Córdoba al 600. Los vendedores ambulantes acompañan el recorrido, ya desde la plaza 25 de Mayo. Hay de todo: sandalias plateadas, juguetes ruidosos, panchos, licuados y fundas para celulares. Lo que más me gustan son unos globos transparentes, con luces de colores, que brillan. Más tarde, cuando me entero que salen 250 pesos cada uno, entiendo por qué padres y madres con niños pequeños despliegan una inusual acrobacia para esquivar estos puestos. En la esquina del Concejo ya está instalado un carrito de choripanes. Me recuerda que falta poco para el 10 de diciembre y soy feliz.
Es el sexto día del 35° Encuentro y Feria Nacional de Colectividades. La gente va llegando en cantidad, de manera incesante. Los organizadores calculan que pasarán un millón de personas. Es de verdad un encuentro masivo, de fiesta, un paseo. “¡Y eso que no hay un mango!”, se escucha expresar más de una vez, y una piensa cómo serían estos días si hubiese plata en los bolsillos.
Estoy a punto de cruzar la avenida Belgrano para entrar a la feria por lo que pinta es el ingreso principal. En esa entrada, los Testigos de Jehová te dan la bienvenida. En ese momento me acuerdo del querido Evo, del reciente golpe de Estado en Bolivia. Ya no me es natural verlos “en todas partes”.
Me tomo mi tiempo de descanso, de desahogo. Y sigo registrando. Pero las dos biromes que llevo se quedan sin tinta. “Dios me castigó”, pienso, y me río sola. Pero por suerte también soy maestra y el lápiz negro nunca me falta. No falla nunca. Si hasta hemos aprendido a partirlo en dos en la escuela pública para compartirlo.
Cada vez hay más gente en la feria. Cada vez más cola en los stands de los diferentes países o colectividades. Por las dudas me apuro a comprarme un cono de papas fritas Mc Cain. ¡120 pesos el conito!, que debe tener no más de 25 papas. Antes que yo hay una pareja de un hombre y una mujer que rondan los 50. “No lo puedo creer”, dice la señora enojada por “tanta demora” y sigue: “Y eso que vinimos temprano para no tener que esperar”.
Nunca voy a entender eso de comer temprano para no tener que hacer cola. Menos hacer cola de más de una cuadra para comprar un plato de comida “típica”, que te la sirven en bandeja de plástico, con cubiertos de plástico, que se chorrea, con la que hay que hacer malabares hasta llegar a una mesa (los más astutos clavan a la familia o amigos una hora cuidando el lugar) y apurarse después para que el plato elegido conserve el calor. Y rogar además que en el medio de ese trámite, el nene, la tía o el sobrino no hayan decidido cambiar de menú o quedarse con hambre. El peregrinar se hace entonces infinito.
La primera vez que vine a Colectividades fue hace 20 años, en familia. “Quiero un panchito!”, pidió de entrada mi hijo que en ese momento tenía 5 años. El pedido lo repitió hasta que nos fuimos y logramos encontrar un puesto en la calle y satisfacer su legítimo reclamo de niño. En el medio, su hermana demandaba por otro plato de chucrut. De hecho fue la única que todos estos años volvió una y otra vez a Colectividades.
El casi millón de personas que pasan por esta fiesta lo hace principalmente para probar las comidas típicas. En estos días deben circular miles de imágenes en las redes mostrando los platos como trofeos, porque las fotos, en esta feria, son otra constante.
En todos los puestos, los precios están a la vista. En el de Navarra lo hicieron mejor: en una vitrina ubicada al lado de la caja hay muestras de cómo son las porciones y lo que cuesta cada una. Ayuda a responder de entrada al interrogante más repetido: “Y, más o menos, ¿cómo es la porción?” o “¿Cuántos podemos comer de ese plato?”. Se mira entonces la vitrina y se calcula a ojo. La porción de paella cuesta 350 pesos, igual que la de rabas y la tortilla, por ejemplo.
“¡¿Toda esta cola?!”, exclama un señor cerca del stand de Grecia, donde la porción de musaká (pastel de berenjenas) cuesta 150 pesos, o bien se pueden comprar 3 tiropitákia por cien pesos (son empanadas de queso). Un espectáculo aparte es cómo preparan la shawarma en los puestos de Palestina o Siria, entre otras (cuestan 300 pesos la porción y 200 la versión vegetariana). La cola es también infinita para comprar cerveza en Alemania. Otra más larga en Japón. “Asado, jugoso y delicioso. El lechón cubano”, se lee en un cartel con la imagen de un cerdito con gorra y habano cubanos, al estilo Fidel. También en el stand de Cuba se ofrece “pizza caribeña”.
“Ya no sabemos en qué país estamos”, le dice una mamá a su hijo al que sostiene muy fuerte de la mano, mientras con la otra empuja un cochecito. El comentario marca ese itinerario de stand en stand que hace la mayoría de los comensales por la feria. Entonces me acuerdo de mis amigas y amigos que disfrutan de estas “rutas de platos”, y a quienes no les importa sentarse a probar pastas italianas o comida croata haciendo equilibrio entre tanta humanidad.
Salgo del mercado y otra vez el olor a comida. No me gusta cocinar, por tanto no distingo sabores, menos los olores de las salsas o condimentos. Cuanto más el olor del asado que es inconfundible o el de los choripanes, aprendido en tantas marchas y también en los días más felices que quiero pronto recuperar.
Unas nenas juegan a bailar en el escenario de una de las casi 50 colectividades presentes. Esa imagen me agrada. Sé que se imaginan las bailarinas libanesas del puesto de al lado. Antes había visto en el escenario principal a un grupo infantil de una asociación siciliana bailar la tarantela. Me encantó. Tanto como las niñas y niños de la colectividad rusa. Otra vez me reconozco en mi corazón de maestra, porque sé que la danza y la música hermanan, abrazan en la diferencia.
Menos mal que por lo menos me llevo bien con el calor. Porque avanza la noche y cada vez hay más gente, más colas, más bandejas con comida grasosa y caliente. Voy entonces por mi Coca Cola (70 pesos). En el recorrido me cruzo con la “Boutique del salame”, donde también se venden quesos. Hay kioscos que venden chanchitos y Homeros Simpsons tomando cerveza hechos en yeso. Pero nada supera al puesto de las cremas para verrugas y hongos en la piel, con fotos bien grandes y asquerosas de pies y uñas afectadas por estos males. En ese mismo puesto, también se ofrecen láminas de Jesucristo, de santos, caballos y leopardos. Es cuando me acuerdo de Macri y que como sea hay que rebuscársela. Y sigo caminando ya para el regreso.
Por suerte a la salida ya no están los Testigos de Jehová. Sigue llegando gente. Imagino una multitud mayor para el fin de semana, si no llueve (la lluvia está en todas las conversaciones sobre Colectividades). Y ahí la veo a la señora, parada en la avenida, ofreciendo los últimos familiares de milanesa que le quedan. No sé quién inventó la milanesa, no quiero preguntar por sus orígenes, menos por sus recetas, solo sé que es (lo afirma mi amigo Roberto) como una especie de milagro argentino que –como el lápiz negro– nunca falla, y menos hay que hacer cola para conseguirla.
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