El primer paro de las entidades que componen la Mesa de Enlace contra una medida del gobierno de Alberto Fernández fue un fracaso y dejó expuestas las fracturas internas de lo que supo ser una alianza inédita y compacta. La llegada del coronavirus suma un problema económico, pero corrió de la escena mediática la causa sojera.
El “campo” fue el hecho maldito del país kirchnerista, soñado desde el cordón periférico de las ciudades, con sensibilidad y población urbana. Desde él y hacia él se engendró la oposición que terminó por confluir en el experimento Cambiemos. El lema “el campo somos todos” tuvo su acierto: logró convocar a una enorme porción de la sociedad que se sentía cada vez más alejada de un gobierno que terminó militando el Estado como forma última de subsistencia. A un costado, los dirigentes rurales lograban conectar con un anhelo “civil” hasta entonces ambiguo pero transversal a la sociedad.
El cese de comercialización de cuatro días lanzado por la Mesa de Enlace tuvo repercusiones dispares: el comienzo marcado por los fraccionamientos internos y las deserciones de último minuto obligó a que los más radicalizados de la ruralidad dijeran que la medida tenía un carácter “progresivo”. El primer lock out convocado por Confederaciones Rurales Argentinas, la entidad que absorbe a la nueva burguesía rural -inversora, futurista y visceralmente antiperonista- del norte de Buenos Aires y sur de Santa Fe, refleja la grieta interna del sector agropecuario.
El debilitamiento de la medida de fuerza había comenzado con el alejamiento de los gremios de trabajadores vinculados al sector encabezados por la UATRE; la Federación Agraria que tras la rebeldía de sus bases dio libertad de acción a sus afiliados; y la federación de cooperativas que se distanció de la Mesa de Enlace. De esa manera, el panorama del conflicto se aleja una galaxia del bloque compacto de entidades que se produjo en 2008, cuando el “campo” pasó a ser un sintagma que reunía las voluntades del interior del país y era conducido de manera uniforme por las cuatro entidades patronales.
No se olviden del coso este
La posibilidad de una reedición del escenario de hace doce años es mínima. Por un lado, se trata de una medida adoptada en función de las atribuciones consignadas por una ley votada hace dos meses en el parlamento nacional. Por otro lado, la Argentina se acogota entre la recesión y la carestía de divisas, y en medio de una enorme incertidumbre global a raíz de la guerra comercial entre Estados Unidos y China reimpulsada con la propagación del coronavirus que derrumbó el precio del petróleo y amenaza con efectos similares para el resto de los commodities, un paisaje directamente opuesto al ciclo de expansión económica y auge de precios internacionales previo a marzo del 2008.
Pero hay un tercer factor que pesa en el frente político: en aquel entonces se trató de una dinámica de expansión que lograba captar intereses, demandas y actores, que no respondían al núcleo socioeconómico que dirigía la confrontación. En 2008, el gobierno interpretó una contradicción entre pueblo y oligarquía que lo llevó a reforzar el agrupamiento alrededor de la Mesa de Enlace y a borrar sus diferencias históricas. Pero había otra clase media que no era la urbana y tenía su imaginario, sus deseos acaparacionistas y sus proyecciones de consumo. El conflicto antes que económico, era principalmente demográfico: la distribución espacial de la población suponía además una lucha por la distribución de los recursos. Los que le aportan al Estado frente a los que necesitan del Estado.
Los gringos incultos, retrógrados y grotescos, podían ser portadores de una verdad más actual, avanzada y lúcida que las franjas ilustradas de la ciudad. El país de tierra adentro se ponía a discutir “temas de mundo” como la inserción en el mercado internacional y el salto tecnológico. El progresismo metropolitano se descubría fuera de tiempo, con discusiones viejas y posturas reaccionarias: solo capaz de responder por reflejo al avance del agro. El país pensado desde la inteligencia empresarial que se luce en Expoagro y sobrevive a la debacle del sueño de reconversión macrista. Pasan los años, los jugadores y los tecnócratas, quedan las empresas globalizadas que cotizan en Bolsa y su idiosincrasia de innovación y desarrollo. Podrán seguir siendo culturalmente cabezas de tractor, pero son cráneos que hartos de casilla y polvareda, incorporan robotización, informatización y biotecnologías sin empacho ni prejuicios, dispuestos a darle al país un proyecto de “capitalismo posible”.
El error de creerse en medio de la batalla definitiva contra los grandes terratenientes puede llevar a confundir el clivaje de un conflicto vertebral para la sustentabilidad política de cara al futuro si se advierte que el sector produce un 60% de las exportaciones. Este campo de criollismo neutralizado y poder inversor sujeta las riendas cortas de las ciudades, que recién cuando los gringos se empacan llega a divisar el grado de dependencia que tiene de la producción agroindustrial. La rebelión del campo pone en crisis la ilusión de autonomía de los centros urbanos y rompe el hechizo sobre el que se sostiene el ideal aspiracional de los sectores medios citadinos, nutridos por los vástagos universitarios de los chacareros.
Los focos activos al interior de CRA y SRA que responden orgánicamente a la Coalición Cívica, al PRO y a la UCR cambiemista están motorizando tractorazos y asambleas desde los primeros días del gobierno de Alberto Fernández, y su interés no está vinculado a tres puntos más o menos de retenciones. Ninguno de ellos está discutiendo la idoneidad de una herramienta de política económica. Se trata, más bien, del asentamiento político sobre una base social que permita confrontar con el gobierno y apunta a fijar un foco opositor con una delimitación geográfica, económica y política. Son paisanos carapintadas que imaginan un refrito de aquella gesta social que, tras la desmilitarización de la sociedad, le dio al siglo XXI una figura de autoridad tradicional que emergió como un ejército garante del capitalismo a la Argentina: un pueblo en armas (en tractores) para frenar a los proyectos que pretendan ir más allá de los límites acostumbrados, familiares y visibles del desarrollo de las fuerzas productivas.
Llévenselo, guárdenselo, escóndanlo
Con sensatez y astucia, el gobierno abandonó rápidamente el enfrentamiento directo y adoptó una posición que reafirma la decisión política de hacerle poner al único sector en condiciones de aportar divisas, pero se desmarca de los bríos heroicos que se entusiasman ilusoriamente con una nueva cruzada que solo se vivencia en los radios céntricos de las principales ciudades del país. La intención parece ser que el frente agropatronal se desgaste sólo por la propia dinámica del conflicto y quede aislado de las preocupaciones más urgentes del resto de la sociedad.
En un contexto marcado por el desbarajuste global a raíz de las consecuencias derivadas del recrudecimiento de la guerra comercial, las tensiones geopolíticas en Siria y Medio Oriente y la expansión del coronavirus, y en medio de la renegociación de los términos de la deuda externa con el FMI y los acreedores privados, el gobierno nacional decidió hacer uso de las facultades concedidas en la ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva votada a fines de diciembre.
La lógica original de las retenciones implica un criterio fuertemente porteñocéntrico y unitario. Por esa razón, el mecanismo de segmentación y compensación permite descentralizar los recursos proporcionalmente según la escala de producción. Por otro lado, la medida gubernamental contribuye al blanqueamiento de la actividad granaria, ya que, para poder cobrar la compensación, se requiere estar inscripto en la AFIP, además de encontrarse registrado como productor, a fin de tener las autorizaciones para emitir cartas de porte y transportar el cereal a destino. De esa forma, si un productor no se encuentra dentro de los cánones legales y vende parte de su producción por afuera del sistema, ese porcentaje se lo pagarán con el 33% de retenciones y dejará de percibir entre un 5 y un 15 por ciento según los volúmenes comercializados.
Al mismo tiempo, al blanquear la producción, deberán pagar más impuesto a las ganancias y a los bienes personales, dos cargas que muchos eludían a través de la comercialización en negro. En cuanto a sus efectos productivos, la posibilidad de un parcelamiento de firmas y la venta por intermedio de figuras empresariales distintas con el objetivo de evitar superar el límite de 1000 toneladas, exige un esfuerzo burocrático y una elevación de costos que erosiona significativamente la rentabilidad. Por lo cual, en muchos casos, a un productor de esa escala le será conveniente diversificar su producción con otros cultivos o con la cría de animales, favoreciendo una dinámica virtuosa para el circuito productivo integral.
Lo que no aparece previsto en la medida que el gobierno impulsó es una consideración del costo del flete. De acuerdo a los cálculos de especialistas del sector, por encima de los 350 kilómetros de distancia al puerto, la producción con el 33% de retenciones pasa a ser de rentabilidad nula a negativa en función de la zona y de los rendimientos. Tampoco se aborda la diferencia de IVA entre lo que los productores pagan con 21% y lo que cobran con 10,5%, y que genera un crédito fiscal que queda estancado en AFIP.
Se acabó, no hay más que regresarse
Con la implementación del nuevo esquema supuesto por el gobierno nacional, el criterio rector parte de la comprensión de que la rentabilidad está en función de la calidad del suelo y las condiciones climáticas, y despeja las fabulaciones que miran el campo con mentalidad más antigua que la que le imputan a los chacareros. De esta manera, los beneficios recaerán en los escalafones inferiores de la producción, siempre que las bonificaciones logren concretarse de forma prolija, sistemática y permanente, algo que no sucedió en 2014, cuando se intentó ejecutar una medida en el mismo sentido, y sobre lo cual advierten algunos referentes del sector. La compensación alcanza a 42 mil productores de soja, que implican un 74% del total de productores, pero el 23% de la cosecha. Una expresión fiel de la concentración.
El “campo”, integrado mayormente por una clase media que se perfila como un sujeto social novedoso, pujante y conflictivo, no se movilizó por los grandes terratenientes y las mentadas mil familias. La ineficacia del lock out de unos pocos lo demuestra con creces: no llegaron a esas otras capas rurales que tienen poco que ver con el imaginario recreado desde las usinas de pensamiento metropolitano. El cobro por tonelaje producido se basa en un criterio distribucionista que afecta solo a 15 mil productores. Actualmente, son 2500 los que concentran el 55% de la producción de soja en la Argentina, entre los que se lucen nombres como Brito, Eurnekian, Olmedo, Batistuta o Blaquier. Pero sus resonancias culturales y políticas se prolongan y complejizan.
En este escenario, la cuestión metrópolis-interior se sobreimprime en las diferencias de clase. Lejos de pertenecer a familias patricias o de tradición aristocrática, los que se montan al tractor y salen a lucharle a cara de perro a las “tentaciones expropiadoras” y las “tendencias populistas” pueden ser herederos directos de aquellos viejos colonos y arrendatarios beneficiados por el plan de colonización del peronismo que los transformó en pequeños propietarios. Y, pase lo que pase, muchos de ellos seguirán denostando al peronismo aun cuando festejen cachaca y sonrisas, hecho ya efectivo el cheque.
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