
Yo no sé, no. Cuando éramos muy pibes, lo que más nos asustaban eran las sombras, y más las extrañas, las que eran de las ramas casi sin hojas de esos árboles que de un día para otro, o mejor dicho de una noche para otra, parecían brazos a la espera de uno, entre el empedrado y las baldosas.
Las sombras del suroeste de la ciudad eran, o nos parecían, más amigables, quizás porque algo que estuviera pegadito a la tierra no nos resultaba peligroso, o también porque no eran muchos los árboles. Y además las conocíamos, porque con muchas crecimos juntos y aprendimos que las de día, tan apreciadas, eran las mismas que las de la noche.
Cuando íbamos a patear al campito, con Pedro teníamos como referencia horaria la sombra de un eucalipto que cuando se estiraba casi hasta llegar a la mitad de cancha, había que pegarse la vuelta a casa.
Y fue en esa cancha donde a Pedro le tocó marcar a un habilidoso de un equipo de Avellaneda y Seguí. Y aunque le dijimos “tenés que pegarte a él como su sombra”, fue imposible, porque el tipo te mostraba la pelo y la escondía que parecía que se la daba por unos segundos a su propia sombra. Pedro decía que era como enfrentar a dos habilidosos al mismo tiempo.
En la placita del barrio, uno esperaba la complicidad de la sombra de algún árbol para los primeros abrazos, las primeras caricias.
Y años después, muchas veces al volver del colegio, la sombra de uno era la única compañía, y hasta daban ganas de seguir conversando con ellas para terminar alguna discusión. Era como darle la pelota por unos segundos a algún compañero.
Hoy, cuando vemos al poder económico mediático concentrado que nos muestra la sombra de sus enormes brazos, amenazando con pudrirla aunque eso cueste miles de vidas, hay que prepararse para seguirla peleando en todos los terrenos.
Pedro me dice que lo que más extraña son las sombras de los seres queridos, algunas que partieron con sus dueños a otros barrios lejanos. Por eso, cuando estoy solo –sigue Pedro–, adentro sé que estoy maso bien, mirando mi propia sombra que quizás también esté ansiosa por encontrarse con otras sombras, y enfrentarse en alguna canchita a las sombras de las placitas, con aquellos primeros abrazos.
Y es una buena ansiedad, me remarca Pedro, que nos aleja de la angustia, sabiendo que en algún tiempo nos empezaremos a encontrar en esos espacios, para seguirla luchando. Eso sí, más cerca, codo a codo, sombra a sombra, abrazo a abrazo. Mientras, levanto un brazo y en una pared aparece su sombra (la del brazo), y al toque la mano con los dos dedos en V. Y sé que es más, mucho más, muchísimo más, que mi propia sombra.
Fuente: El Eslabón