El año 2019 agarró complicados a todos los alumnos del turno noche de la Escuela Técnica 2061, la Nazaret de Ludueña, también conocida como la escuela del padre Edgardo Montaldo. Entre los cursos de herrería y soldadura, los pibes pusieron sobre la mesa una situación apremiante: la falta de laburo. Algunos que no podían conseguir, otros que habían perdido sus changas.

“Por ejemplo, uno de los chicos se había quedado sin trabajo, y era de los que más conocimientos tenía en herrería. Una pena, porque adquirimos un oficio pero después teníamos que trabajar de cualquier cosa”, dice Villca, que en ese momento era el docente. A la angustia de no tener o no conseguir laburo, se le había sumado la incertidumbre sobre cómo continuar. Hasta que cayeron en la cuenta de que la historia de uno era la historia de otros. De casi todos. Entonces surgió lo propositivo: “Empezamos a pensar cómo podíamos resolver el tema del trabajo, con una perspectiva seria y que podamos vivir de esto”.

Para entonces, en barrio Ludueña, tierra de organizaciones sociales históricas, había nacido una más: La Cabida. En ese espacio, surgido como punto de encuentro para talleres y otras actividades, comenzó a planearse el proyecto de una cooperativa especializada en herrería. Los primeros ensayos, todo a prueba y error, se habían hecho en la escuela. Y ahí continuaron mientras buscaron un espacio más grande que finalmente encontraron en uno de los galpones que la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (Ctep) y el Movimiento Evita tienen en Juan José Paso al 2000.

Mariano, el más grande del grupo, recuerda esa primera etapa. Semanas de trabajo intenso para el acondicionamiento del lugar. “Ordenábamos, limpiábamos, pero no veíamos un peso”, dice. Así fue surgiendo en más de una ocasión una misma pregunta: para qué todo ese esfuerzo. La respuesta, simple, se supo colectiva: “Era un proyecto a futuro, los más grandes sabíamos que iba a ser así”.

Villca, en un emprendimiento propio, había montado un taller donde hacía trabajos particulares. Después de frenarlo, puso a disposición sus herramientas. De esa manera ya tenían todo lo necesario: los aparatos, el conocimiento, el lugar y el grupo. Fueron tiempos en los que se trabajó en la idea de que para ver un fruto iban a necesitar algo más: el compromiso. Que nada llegaría ni tan rápido ni tan sencillo.
Así se comenzó a trabajar la idea del cooperativismo como un camino propio. Y entre aceros ardiendo en una fragua, surgió el nombre: Al rojo vivo. Porque es, explicaron los pibes, donde todo se transforma.

De la idea a la práctica

“Al principio estábamos medio ilusionados con esto de que no hay patrón. Yo les decía que si hacíamos un trabajo nos iba a quedar guita, que nos iba a alcanzar para repartir para todos”, se acuerda Villca sobre los comienzos. Pero después de la ilusión vino lo concreto. Un laburo que pensaban terminar en pocos días pero se retrasó: por los errores, por las pachorras, por la idea de que todo avanza aunque uno afloje. Entonces entendieron que todo eso, los obstáculos acaso, también iba a ser parte del proceso de aprendizaje. “Supimos que iba a ser así la cosa, que no iba a ser tan romántico. Que no íbamos a ganar guita fácil, pero que iba a depender de nosotros, de si llegamos a hacer los laburos bien y rápido”.

Brandon, por ejemplo, trabajó como herrero en una empresa hasta que se declaró en quiebra y fue una de las veinticinco personas que se quedaron sin trabajo. Pasó de tener un empleo fijo, con un salario asegurado, a encarar un proyecto con una finalidad similar pero con un proceso totalmente distinto. “Este es un proyecto de economía popular, no dependemos de un patrón que nos baje laburo, pero sí del pueblo, que sería como nuestro patrón. Si no hay una persona que necesita una reja, por ejemplo, nosotros no tenemos trabajo”, cuenta. “Esto lo hicimos con el esfuerzo de cada uno de los chicos que están en el grupo, muchos se incorporaron sin tener experiencia laboral o sin tener conocimientos en herrería. Fue una movida nueva para todos, para ellos y para nosotros que queremos seguir aprendiendo”, agrega.

Aquello de la dependencia del cliente es una certeza que también se puso en cuestión. Qué iba a suceder cuando no tuvieran la suerte de conseguir un trabajo por encargo. Fue así que encararon la elaboración de productos, que al cabo de un tiempo comenzaron a ofrecer: cuchillos, parrilleros, banquetas, percheros, hornos para ahumar, y todo lo que fue surgiendo como posibilidad con el desafío de concretarlo. Y en el mientras tanto fue que aparecieron los laburos más grandes. Uno de ellos, el más recordado, en tareas de mantenimiento en el Club Libertad, de Felipe Moré al 1100. Un trabajito chico que llevó a otro, porque en espacios tan grandes como un club de barrio siempre hay algo para arreglar o sumar. Entonces se aceitó una relación laboral en la que Al Rojo Vivo pudo afianzarse como referencia del rubro para ese club.

Foto: Martín Stoianovich

Ser cooperativa

“Si un laburo nos deja cien lucas, por ejemplo, ¿qué hacemos?, ¿la repartimos y la quemamos toda en una semana o la administramos para, si somos diez, poder cobrar cinco lucas por semana cada uno?”
La pregunta surgió a medida que el trabajo fue creciendo. Lo ideal, acordaron, sería hacer girar una rueda que siempre deje ingresos y permita una entrada fija cada semana. Aunque mínima, aunque a veces no se logre. También, con el tiempo, aparecieron las dudas. Si el que menos trabaja –por el tiempo que le dedica, o por sus conocimientos– tiene que cobrar igual que los que más lo hacen. Es que aquella idea de repartir las ganancias entre todos se había vuelto algo insostenible en tanto no todos fueran para adelante con el mismo compromiso. A partir de ahí, todos los lunes a las ocho de la mañana hay asamblea. En esas reuniones se empezaron a definir los roles y a plantear las inquietudes, las molestias, las necesidades.

“La idea es implementar una marca”, dice Villca. Ya tienen las gorras y las remeras con el logo, y pronto llegarán unas chapitas para poner en cada producto. “Queremos correr esa idea de que la economía popular es un laburo pobre”, agrega. Por eso comenzaron a hacer el curso de cooperativismo de la municipalidad, y sobre todo a articular con otras cooperativas de la ciudad. Para aprender de ellas, para desterrar no sólo con la práctica propia esa idea que desmerece al cooperativismo y que fue uno de los primeros prejuicios a sortear antes de empezar a andar este camino.

Entonces hablan de la calidad de sus laburos como algo esencial. Y en verdad se ven muy bien. En el galpón en el que trabajan tienen preparada una serie de parrilleros. Son idénticos y muy prolijos. Aunque para ellos el caballito de batalla es el horno para ahumar. Hay videos del día en que estrenaron uno: una costilla de vaca de la que, después de un ratito de cocción, los huesos se desprenden de la carne sin esfuerzo.

“La idea es funcionar como una empresa. Primero dijimos de armar una cooperativa y cuando empezamos el curso nos dimos cuenta de todo lo que implica, que no es sólo un nombre. Así que aspiramos a eso”, cuenta Villca. Lo que buscan, coinciden todos, es motivarse colectivamente. Cada vez son menos los que boludean con el celular, los que llegan tarde, los que creen que la hacen bien si no se esfuerzan tanto. Cada vez son más los que entienden que en la experiencia y en el compromiso, en el hacer, está lo que empezaron a buscar alguna vez.

Así en la cooperativa como en el barrio

Hoy por hoy, la cooperativa Al Rojo Vivo está compuesta por ocho personas que van desde los 17 a los 43 años. Jowy, Mirko, Darío, Mariano, Villca, Brandon, Lolo y Brian. Casi todos se conocían entre sí desde antes. Del barrio, de la escuela, del comedor. De aquella esencia que distingue Ludueña de muchos otros barrios y es el vínculo comunitario. “En Ludueña tenemos la característica de que todas las organizaciones, más allá de las diferencias, nacimos del trabajo comunitario de Montaldo y Pocho Lepratti. Somos muchísimos los que pasamos por el comedor y nos conocemos de ahí”, dice Villca.

No todos los pibes de la cooperativa son de Ludueña, pero sí de ahí nomás. Entonces todo lo que transcurre en el barrio repercute de alguna manera. En los días de cuarentena estricta por la pandemia del Covid-19, por ejemplo, al no poder encontrarse para trabajar, los pibes se reunieron para llevar adelante una olla popular en La Cabida. Como espacio de encuentro pero también para comer, para bancar el parate que complicó las cosas hasta que pudieron retomar durante mayo.

Cuando surgió la pregunta sobre cómo anda el barrio por estos días, lo primero que salió de los pibes fue el tema de la violencia. Los nombres van cambiando, pero los problemas quedan y mutan. “Hay mucho fierro acá, y mucho pibe acelerado, hay una bronca y van y tiran”, cuentan. También ocurren, todavía, esas muertes que ni siquiera pueden explicarse con el argumento de una bronca. Y que cada tanto pasan cerca, como la de Alexis Ortiz, que tenía 22 años y fue asesinado a balazos en Solís y Ghandi a principios de julio. Alexis, el Pingüi, era hijo de uno de los integrantes de Al Rojo Vivo. Por eso en esta cooperativa no se habla sólo de trabajo, porque no es lo único que puede transformarse.

*Buenas Prácticas es una sección de Boletín Enredando sobre
experiencias de organizaciones sociales y comunitarias.

Fuente: El Eslabón

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