Con el repunte de los contagios en la provincia y el recrudecimiento del fuego en las islas, la problemática en torno al futuro de la producción agropecuaria y su relación con el medio ambiente cobró una centralidad inusual. El pánico por nuevos brotes patógenos y las provocaciones destructivas de los dueños de la tierra, generaron un clima espeso que recibió el impacto del proyecto de memorándum con China, justo un año después de la épica contienda entre gauchos y veganos en la exposición Rural, cuando se celebraba el primer embarque de carne de cerdo con destino oriental.
Las tensiones generadas por los incendios provocados en la isla como método de presión apuntalan una sensación de impunidad que se alimenta de la incapacidad de los gobiernos para dar respuestas efectivas a una problemática que amenaza los humedales del Paraná y pone en discusión el uso del patrimonio fundamental: la tierra.
Los primeros esbozos del entendimiento para la llegada de capitales asiáticos que permitan desarrollar granjas de gran tamaño para la producción de cerdos a fin de asegurarse la provisión de 9 millones de toneladas de carne de alta calidad en el futuro cercano, generaron un revuelo extra donde el ambientalismo llevó la voz cantante de oposición al proyecto.
Desde hace dos años, China padece las consecuencias de la fiebre porcina africana que obligó a eliminar casi la mitad de su rodeo, exigiéndole salir a abastecerse en un mundo alterado por la agudización de la confrontación comercial con los Estados Unidos y el reacomodamiento geopolítico derivado de la pandemia.
Con un proyecto fitosanitario viable, la Argentina duplicaría de manera gradual su productividad en un plazo de cuatro años y en base a genética local. En un mercado global donde los granos ya no son los reyes, la patria ganadera se abre paso como un horizonte en disputa signado por el agregado de valor, la incorporación de tecnología, la descentralización demográfica y el mejoramiento del suelo.
Felipe Solá vuelve a quedar como factor decisivo en la definición del futuro económico. En 1996, en medio de una convulsión financiera regional que derivaría en recesión, y con la producción agraria encerrada en técnicas y capacidades anacrónicas, fue Solá, en su rol de ministro de Agricultura, quien habilitó el ingreso de los transgénicos propiciando la mayor transformación de la historia en la estructura productiva, con múltiples y diversas consecuencias.
Una verdad incómoda, casi insoportable, merodea los reclamos del pensamiento progresista en torno a las decisiones estratégicas: la biotecnología, con su modo de producción sostenido en la siembra directa y la aplicación de agroquímicos, permitió un crecimiento inédito y fue la gran fuente de financiamiento para las políticas sociales de la década kirchnerista. Es decir: no hay “década ganada” sin soja RR.
La salida de la crisis por la que atraviesa la Argentina, que agrega una pandemia a las dramáticas consecuencias de cuatro años de saqueo y ocho de estancamiento económico, supone imaginar en términos realistas las variantes existentes para afrontar una deuda que por momentos se avizora como impagable.
Se puede estar más o menos de acuerdo, pero alrededor del 60% de las exportaciones son productos primarios. Y si se observa los sectores generadores de divisas, la incidencia de la agroindustria es casi monopólica. En ese marco, la Argentina es el país del Mercosur que más crece en exportaciones de carnes, con niveles superiores al 50% interanual. Es el dilema crucial ante un escenario que renueva sus demandas menos agradables: la necesidad de proyectos que permitan garantizar lo mínimo indispensable a la población.
La razón del interior
Argentina es el cuarto país a nivel mundial donde más se incrementó el consumo de carne de cerdo. En los últimos 20 años, solo tres países tuvieron un alza superior del consumo: Colombia, Angola y Vietnam, con un promedio de crecimiento del 5% anual. En la última década, en el país se duplicó la demanda: de ocho kilos por persona al año se pasaron a los actuales 16 kilos. El horizonte de los 22 kilos por habitante al año no es una meta demasiado lejana en el tiempo.
La expansión productiva de los últimos 10 años se explica en un 45% por la mayor dotación de madres en granjas de mediana y gran escala; un porcentaje similar debido a las mejoras en la productividad; y un 10% al mayor peso de los animales faenados. Como factores que impulsaron el salto productivo se destacan el cambio tecnológico y el crecimiento de la escala media a partir de la mayor eficiencia en la gestión integral de los establecimientos. Los dos puntos que aún quedan rezagados y muestran un gran potencial de desarrollo son, precisamente, la especialización y la integración productiva.
El horizonte de la producción de cerdo para favorecer procesos de repoblamiento del interior con sus efectos sobre la desconcentración urbana de las grandes ciudades y la descentralización de recursos, dos factores centrales de los problemas que el coronavirus dejó en evidencia, son indudables. La cadena de la carne aparece también como una oportunidad para romper con la inercia de la sojización, involucrando nuevos actores, diversificando la base productiva, contribuyendo a la territorialización de las comunidades y creando circuitos de inversión localizada.
Ese entrecruzamiento entre los objetivos del urbanismo con la necesidad de idear esquemas complejos de producción rural que brinden oportunidades reales de desarrollo para los pueblos y ciudades del interior, es quizás la principal opacidad de las discusiones que se desplegaron los últimos días.
Criticar la gran producción granaria, las aglomeraciones precarias en los conurbanos, el desfasaje entre exportación y precios de los alimentos, o la descomposición del tejido social, sin reparar en el vía crucis real y posible de la semilla hasta la comercialización como producto final, habla más de la hipocresía y la facilidad de refugiarse en consignas amigables con la propia conciencia, que en la problemática urgente que atraviesa la Argentina.
La producción porcina aparece como un elemento central de la llamada “economía circular” que favorece la integración productiva y la reutilización de los desechos como metodología para disminuir el impacto ambiental de la producción e intensificar procesos que permitan la introducción de tecnología y la complementación de la pequeña y mediana escala permitiendo un mayor margen para el autoabastecimiento regional basado en lógicas sostenibles y de equilibrio ambiental y agroalimentario.
El desafío, más que lamentarse, será crear circuitos virtuosos para que, dentro de los territorios y en beneficio de las comunidades, se pase del grano al aceite y al alimento balanceado, y así a la carne de cerdo o al combustible vegetal que, a su vez, pueda retornar para generar insumos que reinicien la producción. Lo mismo para los otros residuos, que pueden ser volcados a un biodigestor para la generación de electricidad o producir biofertilizantes que, al mismo tiempo, faciliten el mejoramiento de las técnicas agronómicas y la conservación de los suelos.
Lo que faltan no son almas nobles que enuncien enfáticamente su oposición a todo daño humano, sino mentes creativas dispuestas a pensar soluciones reales para el gran problema de un país endeudado, en una recesión brutal, con una economía dependiente y necesitada de divisas, y una población empobrecida y hambreada como nunca.
Más allá del bien y del mal
Argentina no es exportadora de carne de cerdo. La llegada de capitales chinos incrementaría su producción permitiendo ganar volumen y cuotas de mercado, con el subsiguiente riesgo de quedar atrapada en una dinámica de concentración donde un solo actor se vuelva condicionante desde la demanda.
El principal destino de los envíos al exterior de carne de cerdo argentina es Rusia. Otros países compradores, aunque en cantidades ínfimas, son Vietnam, Costa de Marfil y Angola. El crecimiento estimado para este año es considerable, y la Argentina cuenta en la región con competidores que ya vienen ganando mercados. Las exportaciones de Brasil superan a la producción completa de carne de cerdo de Argentina. El año pasado Argentina produjo 630.000 toneladas de cortes porcinos, de las que solo 34.000 toneladas fueron exportadas.
Lo que manda son las vacas. Y manda China: el país asiático compró el 75% de las 845.000 toneladas de carne bovina y el 87% de los 10,2 millones de toneladas de soja exportados en 2019. Para 2020, se estima que las importaciones de carne vacuna por parte de China a nivel global superarán los 15.000 millones de dólares, duplicando las compras concretadas el año pasado. Según el Senasa, Argentina exportó durante el primer semestre 282.665 toneladas de carne vacuna, de las cuales 214.359 toneladas tuvieron como destino China.
En marzo, desde Biogénesis Bagó y la Asociación Argentina de Productores Porcinos presentaron un proyecto de inversión para construir en el país un primer módulo de 15 mil madres con planta frigorífica propia, desposte y cámara de frío. Sería el primero de cuatro módulos planificados para la primera etapa, implicando desembolsos por 140 millones de dólares cada uno.
Los chinos, que incorporan anualmente a sus ciudades una población equivalente a una Argentina entera, planean una inversión total de 27.000 millones de dólares para poder tener en total 3 millones de madres bajo producción. Si toda esa inversión llegara a la Argentina, de repente seríamos el tercer exportador mundial.
Pero más allá de sus efectos económicos directos e inmediatos, las inversiones chinas en la producción porcina tienen una dimensión geoestratégica ineludible, generando una nueva vinculación con uno de los grandes contendientes del escenario global, abonando a la política de equilibrio externo en la relación de la Argentina con el país asiático y los Estados Unidos, la potencia hemisférica.
A su vez, por las características de su mercado, permitiría estrechar relaciones comerciales con países que integran la órbita de los emergentes y que forman parte de los dos continentes que ocuparán el centro de la escena en el mundo pospandemia: África y Asia. De esa forma, multiplicar los vínculos comerciales con actores “marginales” y fortalecer los términos económicos de las relaciones es, al mismo tiempo, un desmarque de la influencia militar que avanza sobre Latinoamérica.
El mundo está en crisis y el continente tiene respuestas para ofrecer. Esa es su gran oportunidad y su gran riesgo. En abril, las exportaciones agroindustriales de 14 países de América latina crecieron 8,5 por ciento, mientras el resto de los envíos cayeron al 30 por ciento. En mayo, los valores se ubicaron en un aumento del 10 por ciento en los productos agroindustriales, y una caída del 16 por ciento en el resto.
Lo que el debate sobre las inversiones chinas y las capacidades de la producción porcina promueve es la necesidad de abandonar las perspectivas que suponen un antagonismo entre agro e industria, y pensar en una lógica agroindustrial que exprese mejor la realidad del vigor económico de la Argentina. Es la única oportunidad para una reconciliación política de los sectores de la producción agroindustrial con las fuerzas que integran el movimiento nacional, ambas mutuamente necesitadas.
La impugnación de un proceso que está en marcha y asoma como irreversible, solo contribuye a incrementar la concentración y a reducir las posibilidades de aplicar modelos de menor impacto ambiental y que abonen al desarrollo comunitario. La guerra del cerdo no la ganan los que declaman, sino los que proponen.
Fuente: El Eslabón
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