El contacto de este medio con Julieta Bernabé surgió durante las movilizaciones y cortes del puente Rosario-Victoria en contra de las infernales quemas en la zona de islas, frente a Rosario, y en plena pandemia.
Julieta se había comprometido mucho tiempo antes contra la agresión al ecosistema del Delta. Durante meses, golpeó puertas y entregó petitorios en varios estamentos estatales. En junio pasado, realizó un relevamiento a 900 personas, en el que se las consultó sobre dificultades físicas y respiratorias provocadas por el humo. Su trabajo fue adjuntado por dos organizaciones socioambientales que enviaron sus reclamos a la Corte Suprema.
Además, es profesora de inglés, tiene 44 años y es nieta de Pedro Miguel Romano Ahumada, el fundador de la escuela “Marcos Sastre” ubicado en la isla El Espinillo, donde concejalas y concejales realizaron una sesión histórica el martes 11 de agosto, en la que intercambiaron 18 proyectos abordando la coyuntura irritante de los incendios.
En diálogo con El Eslabón, Julieta contó su preocupación por el ecocidio en la zona y recordó a su abuelo, quien fundó la escuela en 1938, y a su abuela, Dolores Clech, también docente y directora de la institución a partir de 1963.
El impacto de semanas de quemas, humo y run run mediático, sumado al activismo de Julieta por la conservación de los humedales de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos, generó un revuelo en la familia. “Están todos movilizados. Mi mamá y mis tías, que ya son grandes, están contando anécdotas sobre la isla, ellas vivieron allá. Se revolucionó la familia con este tema”.
El hilo, la raíz, nos lleva hasta Pedro Miguel Romano Ahumada. Un recorte periodístico de julio de 1938, anunciaba la inauguración de la “Escuela Fiscal de la isla El Espinillo” y daba cuenta de que se “habían inscriptos 41 alumnos, con una asistencia aproximadamente de unos 34”. Y planteaba dificultades tales como que “gran parte de los pobladores de las islas, son reacios para enviar sus hijos a la escuela, pues muchos los emplean para que les ayuden en sus tareas, en la pesca y otros menesteres”.
Sobre esto, Julieta recuerda que una alumna le pidió a su abuelo repetir el último año de la primera, ya que no había escuela secundaria en la isla. “Mi abuelo, ante ese pedido, le siguió dando clases un año más, como una especie de primer año de la secundaria. En esa época, muchas jóvenes terminaban la escuela y formaban familia, se casaban de muy chicas”.
Una década después, en 1948, en épocas del primer gobierno de Perón, se levantó otra edificación que tenía dos aulas, biblioteca, y comedor: “Juntando fondos él mismo, con algo de ayuda del Estado y en conjunto con los isleños, mi abuelo levantó al lado de la escuela una casita con sus propias manos. Se había casado con María Dolores Clerch, mi abuela, que sería también maestra y directora de la escuela”, cuenta Julieta.
“Mi abuela no aparece en las notas porque su perfil era bajo. Ella hacía pero no le gustaba mucho aparecer, aunque trabajó en la escuela toda su vida”, remarcó.
Puertas abiertas
La entrevistada tiende un puente al relato de su madre, Noemí Romano, que con ayuda de sus hermanas Norma y Ana María, envía un mensaje de voz por WhatsApp, en el que pondera a su padre como “una especie de arquitecto práctico”, y detalla la vida de las primeras décadas en la zona: “La vida en la isla era básicamente al aire libre, las puertas de las casas quedaban abiertas durante todo el día. La escuela concentraba bastante la vida social y cultural, y en lo diario, la redacción, las manualidades, la actividad coral, y diversas actividades extraescolares, como medicina básica. Había una biblioteca y los chicos hacían cola para llevar libros a sus casas. Los 21 de septiembre se festejaba la fiesta de la primavera con carrera de embolsados y juegos diversos, se ponía música de fondo y se preparaban guisos nutritivos. Y en las fiestas de fin de año se celebraban representaciones teatrales y disfraces de ocasión. Director y directora dedicaban su vida a la escuela como un apostolado”, agrega Noemí, e ilustra a la población: “La gente estaba dedicada a la pesca. Algunos isleños tenían animales para vender, otros pocos tenían quintas pero no comercializaban. Había algún cazador de nutrias, y alejado de la escuela había un recreo donde algunas lanchas traían gente para bailar”.
Tierra arrasada
Viajando a nuestros días, las quemas intencionales en las costas del lado entrerriano, además del trabajo de grupos de brigadistas enviados por Defensa, y la presentación de proyectos para legislar la zona, despertaron una serie de protestas y cortes en el puente Rosario-Victoria. Julieta Bernabé participó de esas movidas, aún conviviendo con personas que integran la población de riesgo en contextos de pandemia.
“Siempre me mantuve más atrás de la muchedumbre. Mi marido está operado dos veces del corazón, y mi madre y mis tías son mayores. Los organizadores siempre han hecho hincapié en las medidas de prevención, como la distancia y el barbijo. Los espacios en el puente son amplios, aunque es cierto que a veces los más jóvenes tienden a juntarse”, confesó, y agregó: “En los primeros cortes dudé, pero después me dí cuenta de que el humo de las quemas es muy nocivo y riesgoso, como puede ser el coronavirus. Yo vivo en la zona norte y mi marido se despertaba a las tres de la mañana sin poder respirar. Yo sufrí irritaciones en los ojos, escuché de gente que estuvo internada, niños con broncoespasmos y personas con problemas respiratorios que agravaron su situación. Incluso, en el relevamiento, una persona me contó que un familiar tuvo que ser internado y falleció”.
Julieta dice que los cortes sirvieron para que autoridades y sectores políticos se comprometan más con la causa, y abogó por que se apruebe una Ley de Humedales “que se ajuste a los pedidos de las organizaciones socioambientales”.
Y reflexiona: “La isla es no sólo un ecosistema, sino un lugar con su propia identidad. Su gente tiene y ha tenido un modo de estar y de trabajar allí. Hoy ese vuelco de enormes intereses agropecuarios, forestales, inmobiliarios, atenta no sólo contra los ecosistemas sino contra la vida de la gente que allí habita, ya que son modos de producción que hacen como un barrido de lo que está y habita ese lugar. Hay gente que habla de que se quiere desalojar a los isleños o impedirles trabajar, y es todo lo contrario. Proteger el espacio con ellos en él, con su cultura isleña y con todo lo que implican esos espacios para cientos de otras especies, es el objetivo”.
Fuente: El Eslabón
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