Asistimos a un debate producto de la falta de visión de las causas que producen una desesperante contaminación del medio ambiente como consecuencia de los incendios en las islas.

Pareciera al respecto que la sanción de una ley o el retoque de un plan estratégico, podrían generar un efecto mágico para frenar actos que van más allá de lo meramente lesionador del ecosistema, y que constituyen conductas criminales. Tanto como la inacción de los funcionarios estatales que deben ejecutar las leyes vigentes y la de aquellos encargados de hacer cumplir las mismas y sancionar a quienes las incumplen

Esta situación ha impulsado la presentación en el Congreso nacional de una serie de proyectos legislativos, con diversos enfoques y alcances, que buscan tutelar nuestros humedales. Ahora bien, ¿necesitamos una Ley de Humedales? Esta pregunta puede parecer superflua o incluso una provocación, en el actual contexto de consenso social –al menos en ámbitos ambientalistas– en torno a la necesidad de preservar estos ecosistemas ante los recurrentes y devastadores incendios que amenazan con acabar con ellos.

Los argumentos a favor son su importancia para el bienestar humano (por los numerosos servicios ecosistémicos que brindan, como la provisión de agua dulce y su regulación) y su fragilidad (los incendios reiterados destruyen los bancos de semillas, lo cual imposibilita la regeneración de la vegetación). A esto se suma su potencial productivo (para la agricultura y la ganadería, y como reservas baratas de tierras urbanizables), que los hacen muy atractivos para intereses económicos.

En realidad, nuestro interrogante remite a otro más general: ¿necesitamos más leyes ambientales? Dicho de otro modo: ¿demostraron ser insuficientes las (numerosas) leyes ambientales vigentes?

El recientemente fallecido jurista Julio Maier, nos decía que en la Argentina parecería que hay que dictar códigos de infinidad de artículos, pues los operadores del sistema de justicia no comprenden cabalmente cómo funciona la pirámide jurídica, y cómo se deben utilizar las normas constitucionales y las supranacionales de dicha raigambre para solucionar sus casos y aplicar la ley.

Poco parece importar que la reforma Constitucional de 1994 haya introducido el derecho de todos los habitantes a gozar de un ambiente sano, que el daño ambiental genera responsabilidades y que las autoridades tienen el deber de proteger ese derecho; que nuestro código penal castigue dentro de las figuras de incendio doloso y culposo con penas de prisión a quienes los causen (de hasta 10 años de prisión cuando hubiere peligro común para los bienes); que la ley 24.051 reprima con penas que llegan hasta los 25 años de prisión a quien, con residuos ecotóxicos, envenene, adultere o contamine de un modo peligroso para la salud, el suelo, el agua, la atmósfera o el ambiente en general; o que la ley 25.675 de Política Ambiental establezca la operatividad de todas sus normas. Ni hablar de las once leyes de presupuestos mínimos que protegen sistemas ambientales como los bosques, los glaciares o las aguas, y regulan actividades como la quema o la gestión integral de diversos tipos de residuos (domiciliarios e industriales y de servicios). Aparte de esta profusa legislación nacional, existe en cada provincia una infinidad de leyes que buscan regular las actividades humanas y minimizar sus impactos en el ambiente. Cada municipio tiene, además, la facultad de sancionar ordenanzas.

A pesar de esta importante cantidad de normas ambientales, no logramos evitar que se incendien nuestros humedales. No por accidente, sino intencionalmente. No ocasionalmente, sino todos los años. No casos aislados, sino miles y miles de focos. Tal vez podría uno dudar si las leyes existentes prohíben los incendios de humedales. Por cierto, no tenemos Ley de Humedales, pero sí contamos con una ley que busca prevenir los incendios forestales y rurales y otra que regula las actividades de quema. Por su parte, la mencionada Ley de Política Ambiental establece principios e instrumentos que deben permitir una gestión sustentable y adecuada del ambiente, así como la preservación y protección de la diversidad biológica. Fines que los incendios de humedales a gran escala vuelven quimeras.

También podemos preguntarnos si la sanción de una nueva ley –en este caso de humedales– garantizaría una efectiva protección ambiental. Es decir, ¿más leyes implican necesariamente una mayor protección? Recordemos que las leyes no son nada más que palabras sobre papel. Y que a las palabras se las lleva el viento. Lo que importa son las acciones (y también las omisiones). Las leyes brindan una orientación, pero no sirven de nada si no se cumplen. Si no las cumplimos cada uno de nosotros y no contamos con administraciones que garanticen asimismo su cumplimiento. Una ley no hace magia. Para lograr efectos requiere planes y medios de acción, lo cual implica personas que se ocupen (y recursos financieros).

Pero las instituciones de nuestro país parecen aletargarse cuando deben enfrentarse a la violación del derecho por parte del poder. Y no nos referimos sólo al poder formal, sino –básicamente– al poder fáctico y real, que no es otro que el poder del dinero y del gran capital.

Así como es muy difícil encontrar condenas penales imponiendo penas de prisión por evasión tributaria, por lavado de dinero o fraudes bancarios, tampoco abundan los juicios y condenas por infracción a las leyes ambientales.

Como muestra, basta un botón. La firma Papel Prensa S.A. (cuyos accionistas mayoritarios son Clarín y La Nación) se sustrajo de la investigación por contaminación de las aguas del río Baradero por el arrojamiento a su curso de efluentes líquidos industriales, porque ni el Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Nación, ni la Procuración General, aceptaron hacerse cargo del costo de una pericia para demostrar la ecotoxicidad de dichos efluentes líquidos. La pericia había sido cotizada por la Universidad Nacional de Lujan y por su par de La Plata, e iba a ser realizada por los mejores especialistas del país en la materia.

También consiguieron los “popes” del poder mediático –con la interposición de una demanda contra el Estado nacional, la Jefatura de Gabinete de Ministros y la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable– que la Corte Suprema fallara a su favor, declarando que el Estado federal no tenía poder de policía ambiental con competencia sobre ellos para auditar su plata.

Nunca tan aplicable la máxima del padre del utilitarismo, el filósofo británico Jeremías Bentham: “Vale más en la vida ser rico y sano, que pobre y enfermo”.

Con lo expresado, no estamos abogando en contra de la sanción de legislación ambiental. Probablemente necesitemos otorgar existencia jurídica a los humedales, aunque sea sólo para tomar conciencia de su existencia, valor y de las amenazas que enfrentan. Una ley permitiría impulsar el inventario de humedales (ya que es difícil proteger lo que no se conoce) y el ordenamiento ambiental de estos territorios (para permitir un uso más racional).

No perdamos de vista que las leyes no hacen milagros. Para lograr sus fines requieren ser reglamentadas y contar con la estructura institucional que garantice su cumplimiento, control y la aplicación de sanciones en caso de incumplimiento. Los tres poderes del Estado deben actuar conjuntamente y de manera coordinada: no basta con que el Poder Legislativo sancione leyes; el Ejecutivo debe garantizar su efectivo cumplimiento y el Judicial sancionar a los infractores. Tal esfuerzo mancomunado requiere medios y voluntad política, y carecemos de ambas cosas. Aunque donde no hay voluntad política, la movilización social la puede generar.

Cuando tomemos conciencia de lo importante que es para nuestra calidad de vida un ambiente sano y de lo frágil que se ha vuelto este ambiente –cuando entendamos que con acciones y omisiones estamos destruyendo nuestra fuente de bienestar–, empezaremos a exigir a nuestras autoridades que cumplan y hagan cumplir las leyes ya vigentes. La transformación empieza en casa.

En nuestra historia judicial reciente tenemos un caso que ilustra este punto. Durante casi dos siglos se contaminaron sin piedad y con total impunidad las aguas de la cuenca Matanza-Riachuelo, a pesar de la legislación vigente. A punto de matar, literalmente, toda vida en el Riachuelo y poner en riesgo grave la salud de millones de personas. Hasta que un grupo de vecinos se animó y demandó al Estado y a las empresas por este daño ambiental. A raíz de esto, se creó una autoridad de cuenca y se elaboró un plan de saneamiento, que está conformado por numerosos proyectos. A pesar de las dificultades y demoras, los proyectos se están implementando y de a poco mejora la situación. Este ejemplo muestra cómo la movilización de vecinos y una justicia comprometida con el ambiente pueden volver más responsables a las administraciones y lograr mejoras ambientales, en el marco de las leyes existentes.

* Abogada. Magister en Ecología Humana (UNIL, Suiza),
Doctora en Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible (UNCUYO).

** Abogado (UNR); secretario letrado de la Procuración General de la Nación;
auxiliar fiscal de la Unidad de Derechos Humanos del MPF para la Jurisdicción
de la Cámara Federal de Apelaciones de Rosario.

 

Fuente: El Eslabón

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