Hace aproximadamente más de veinte años tuve mi primer encuentro con el ajedrez. Recuerdo que recibí como regalo un tablero bellísimo con piezas de plástico y no sabía jugar. Por aquel entonces fue uno de mis tíos quien, dándome el lugar de las blancas en la silla que estaba frente a él, comenzó por enseñarme los movimientos básicos. Las partidas con él se extendieron a lo largo de los domingos familiares, algo que yo esperaba ansioso, incluso, con el tablero armado.

Poco tiempo después, alrededor de los doce años, incursioné en una escuela de ajedrez, pero mis intereses estaban torciéndose hacia otros campos –el del fútbol, uno, y el de las chicas, otro–. Duré poco –se imaginarán– desde el momento que me dieron el primer libro de estudio y ejercicio en la escuelita. En fin, el ajedrez siempre fue algo que me resultó tan atractivo como misterioso, tan fascinante como complejo.

Beth Harmon, en Gambito de Dama, demostró que nunca se trató del ajedrez en sí mismo, ni siquiera del conocimiento, incluso me animo a decir que tampoco de las victorias –aunque implicaran una reválida del lugar obtenido–.

En psicoanálisis, y fundamentalmente desde Lacan, sabemos que el sujeto no es el individuo, y que su constitución –que implica al inconsciente– tiene que ver estrictamente con el lugar (espacio) que ocupa para otro (los analistas solemos decir Otro, así con mayúsculas para evitar la “personificación” de la alteridad, tema aparte). Si el sujeto no encuentra lugar en el Otro su destino es el afuera insoportable, la exterioridad horrorosa, o más precisamente, su condición de mierda o deyecto, es decir, objeto descartado y sin importancia.

La serie comienza mostrándonos cómo, por una trama familiar apenas esbozada, Beth es no-aceptada por el padre (luego de que la madre impidiera el ejercicio de esa paternidad), y ubicada, por parte de la madre, en un lugar que es, al menos, complicado: un problema.

Luego el comienzo que todos conocemos.

A partir de allí tenemos, como detalle fundamental, que Beth no habla, apenas se comunica cuando la situación no puede resolverse por un gesto o una mirada.

No sé si estaré en lo correcto, pero creo recordar que las primeras palabras de Beth, a instancias de ella, intencionadas y dirigidas a otro (porque hasta ese momento apenas respondía y del modo más escueto posible) fueron a Shaibel preguntando por ese objeto (el ajedrez) que tenía tan capturada la atención del conserje.

Lo que voy a decir ahora es casi un salvajismo interpretativo, pero es, al mismo tiempo, el motivo de estas líneas. Beth Harmon ve dos lugares y uno ya ocupado por otro, lo cual indica que, en ese espacio –construido por Shaibel– había un lugar vacío.

—¿Qué quieres niña?, deberías estar en la capilla. (Dice Shaibel cuando Beth se acerca a él. Señalamiento de un lugar más allá.)

—¿Cómo se llama ese juego? (Pregunta ella desestimando el lugar señalado anteriormente e indicando que su interés está en el lugar vacío frente a él)

La continuación del diálogo (ver capítulo 1 minuto 18) confirma lo dicho: ella tiene interés en estar ahí.

Luego, la serie de los acontecimientos se vuelven sumamente interesantes y nos permiten, además, pensar en el valor de la agresividad en las relación con los otros. Beth, no contenta con la negativa y dispuesta para ocupar –por fin– un lugar para el Otro, baja en reiteradas ocasiones para desempolvar los borradores haciendo lo necesario: hacerle saber al Otro que ella está ahí y que lo que quiere es eso. Lo molesta, lo interrumpe, realiza una pequeña agresión que, luego de varios intentos, da con lo buscado: el preciado lugar. Podemos recordar el maravilloso momento en que el conserje le indica –ante la pérdida de la dama– que debe abandonar (dejar el lugar conseguido el día anterior) y ella, con un palabra que sabe que hiere pero de la cual desconoce su significado, lo insulta: “¡Chupapitos!”. Exceso de agresividad, tarjeta roja y a volver otro día.

Beth Harmon no recibe de Shaibel el conocimiento, o mejor dicho, no sólo eso, sino el lugar en el que ella era algo para alguien. La función del padre allí, como quien dona y da un lugar, espacio y conocimiento, le permite hacerse con otros lugares que, si prestamos atención, le resultaba más dificultoso de habitar por estar fuera del tablero. Posiblemente hubiera sido diferente si Beth y Shaibel hubieran llevado su relación a otros espacios y circunstancias.

La adopción de Beth casi que repite su maltrecha historia familiar con un padre (adoptivo en este caso) que no la quiere allí y con una madre que apenas podía abocarse a las necesidades y cuestiones materiales a causa de lo que, imaginamos, se trataba de al menos dos duelos.

Spoiler Alert

Beth descubre, al final –y con pocos minutos dedicados por parte de los argumentistas de la serie– que ella tenía mucho más que un lugar del lado de las negras –o de las blancas– para Shaibel. Ella tenía un lugar más allá del tablero. Si bien alguna pista tuvo, no estaba del todo advertida. Se trata de cuando él, dándole el crédito más valioso que se puede dar, cree en ella y la habilita con el dinero necesario para que Beth comience su incursión en el mundo del ajedrez. El llanto es conmovedor porque es indicio del afecto mutuo. Se trata del momento en el que ella reconoce que el único que cumplió la función de un padre siguió atentamente sus noticias; es decir, nunca la abandonó. Ese duelo por la muerte de Shaibel la ubica en un lugar inédito también: ser la que pierde y no ella misma el objeto descartado, lo que habilita otra valiosa relación para ella: Jolene.

Si bien el final es un lugar demasiado común, sencillamente una más de todas las metonimias del alunizaje en el que vemos clavar la bandera yanqui en territorio extranjero, lo más rico de la serie está en lo que a las relaciones se trata y el modo en que ella logra armarse sus lugares a condición de haber sido habilitada a uno.

Fin de Spoiler

Si hay algo de lo que se trata un análisis, un psicoanálisis, es en la exploración, revisión y reinvención de los lugares que el sujeto ha habitado para los otros, lugares que a veces pueden volverse sumamente sufrientes. Por eso mismo, el acto analítico de recibir las palabras de otros constituye un acto inaugural en el que alguien –un analista– manifiesta tener casilla vacía para las palabras de otro –paciente–.

 

Fuente: El Eslabón

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