Infancias Foto Unicef

Durante muchos años de docencia, incluso en la actualidad, cuando conozco a un grupo nuevo de personas suelo hacer dos preguntas que me permiten reconocer la alteridad y, a la vez, ambas abren un diálogo íntimo, reflexivo y ameno. Esas dos preguntas tienen que ver con lo infantil: ¿cuál era tu juego preferido en la infancia? Es la primera.

Y después de recorrer el camino del recuerdo, siempre con cara de niñez, aunque tengan muchos  años aparece la punta del ovillo que despliega el juego que se repetía, que se llegaba a dominar, que permitía pasar a otra escena, a un mundo maravilloso, donde se era libre y donde la única soberana era la regla. La regla que rige todos los juegos: creer en eso que se está haciendo. El mundo, el tiempo y el espacio se transformaban radicalmente en un reino lleno de caminos por donde avanzar, hasta llegar a la casita o a la casilla; y la máscara nos mostraba una faceta personal desconocida hasta ese momento; y el vértigo nos permitía dar vueltas y vueltas con los ojos cerrados y trocábamos una realidad concreta, tangible por otra llena de objetos devenidos potentes juguetes, como un palo o un piolín, objetos con miles de nombres y posibilidades.

La segunda pregunta es: ¿qué diferencias de tensión y de sentimientos hubo entre aquel juego y ese primer aprendizaje difícil, como dividir por dos cifras o relacionar dos acontecimientos históricos? Respecto del juego nunca aparecen la frustración, la impotencia, el miedo, el dolor en el cuerpo o la angustia. Cierto lado oscuro de exigencias, eficacias y metas se cuela entre contenidos, objetivos y rendimiento escolar.

El acontecimiento fue la pandemia. Siempre los acontecimientos dejan consecuencias, pero también abren posibilidades. Ya no se podrá seguir como antes, ni como durante, porque el primer año que vivimos en pandemia ha provocado situaciones difíciles, complejas y a veces imposibles de sortear.

La escuela ha cambiado. Esa escuela que albergaba la infancia y construía saberes, ahora necesita administrar distancia, virtualidad, burbujas, barbijos, alcohol, amonio cuaternario, entradas, salidas y el encuentro aparece casi imposible, como el tiempo.

En pandemia, enseñar ha sido una tarea de locos. Y el cómo quedó librado a la inventiva de cada docente, cuando no al intento de normativizar la pura alteridad de este acontecimiento, mediante la repetición de lo que ya se sabía hacer. Un intento fallido. Cómo transmitir, cómo saber si hay alguien del otro lado, cómo conseguir que aprendan, cómo alternar el tiempo de descanso en el desasosiego, cómo habitar la virtualidad construyendo el lazo social indispensable para aprender, para enseñar, para dar, para recibir.

Si enseñar fue a costa de sufrimiento, sacrifico e incertidumbre, aprender tuvo un costo psíquico que fue agotando las reservas.

Que el virus no afectara a niños y niñas en parte era tranquilizador, pero ya no podían estar con sus abuelos. La vida se empezó a restringir, y cuando los grandes sólo hacían actividades esenciales y había pocos desplazamientos, las calles comenzaron a vaciarse. Ir a la escuela no era esencial, pero sabemos de la terquedad de las maestras: no dejar de enseñar. Para algunos podía ser una balsa donde hacer pie. Entonces fueron llenando de contenidos las redes virtuales, apareció un nuevo universo: jitsi, meet, zoom, colgar videos. Pero el universo no era para todos, se engullía los datos y faltaba quién explicase lo nuevo. Era mucho. Abrumador. Y las niñas y los niños, cuando accedían muchas veces renegaban, se rebelaban, era una obligación extensa y sin cortes, sin compañía y en muchos casos los padres hacían “la tarea”. Comenzó a ganarles el aburrimiento y el tedio tan cercanos a la angustia. Fueron presa de miedos nuevos, reales, posibles, que sus familiares se contagiaran.

Las casas se achicaron. Y cada uno hizo como pudo para conciliar el sueño que venía cuando quería. El tiempo, ese tiempo inasible, huidizo, ayudaba a romper toda la cotidianeidad. Y si al principio jugaban en casa, el agobio fue corriendo el juego.

Si el juego es lo que nos constituye psíquicamente en la infancia, si en el una y otra vez del cuento y de la canción, si en esa otra escena, somos dueños y libres, es urgente rescatar el juego, el cuento, el sueño, la melodía para poder ser protagonistas de nuestra propia historia. Darle lugar a la metáfora, a la imaginación, a lo simbólico. Al asombro y a la alegría infantil.

Si en la escuela se suspendían las obligaciones, el seguimiento y la evaluación, era justamente en el recreo, donde se estaba con los otros de otra manera. O en las horas especiales, cuando  la propuesta era una divertida y atrapante ocasión, cuando era posible jugar.

Hoy es esencial pensar el juego como eje de la escuela, porque todo lo otro no es esencial para el reencuentro. El juego propone la fecundidad cultural porque propone, más allá del sentido ordinario, el sinsentido, un vacío necesario para la adjudicación de nuevos sentidos, creados, inventados, ya que todo lo demás está en internet. El juego genera estrategias, pistas, propone adivinanzas, acertijos, búsqueda, conexiones secretas, avances y retrocesos en la conquista de un territorio.

Hoy es esencial que vengan los otros, los otros del cuento, del juego, del sueño, el rey y la reina, el príncipe y el mendigo, Alicia y el gato, los superhéroes y los monstruos malísimos a los que podemos acabar con un hechizo o una palabra mágica.

Investigar puede transformarse en una búsqueda interesante. Acaso los personajes de la historia podrán relacionarse con los acontecimientos y los lugares. O los cálculos podrán llevarnos a distancias siderales, a economías solidarias, a repartos nuevos, a estrategias para aprender a jugar al truco, o a medidas culinarias para hacer las galletitas.

Escribir los propios textos, escribir como un cadáver exquisito, textos con otros, jugar con las palabras. Saber que necesitamos más las palabras que el alcohol en gel. Aprender nuevos ritmos para crear luego otros.

Jugar de nuevo para hacer del mundo un lugar habitable, de otro modo. Jugar para ser otros –un barbijo dibujado es una máscara y una máscara es un buen barbijo – Jugar para ganar, poner toda nuestra habilidad para ganarle al rival, que está jugando con nosotros. Es necesario arriesgarnos a perder.

Hacer audito lo inaudito cantando a todo trapo. Bailar hasta marearnos. Tendernos en el piso para mover el cuerpo. Inventarnos saludos y contraseñas. Sorprender a los otros y dejarnos sorprende por lo que aparezca. Mandarnos cartas de verdad con dibujos maravillosos.

Y saber que si el sucedáneo del juego infantil es el humor, sólo con buen humor y dando lugar al juego será posible que la infancia despliegue su alfombra mágica y pueda sobrevivir en la pandemia.

(*)Psicoanalista, ludotecaria, docente del seminario de pregrado “Infancia y juego” en la Facultad de Psicología de la UNR. Alumna de Bellas Artes de la UNR.

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