Cuando mamá me llamó, yo miré por la ventana hacia el patio y vi que las copas de los árboles apenas se movían por el viento. Cerré el manual y pensé: ya está, ya sé todo. 

—¡Mariana! —volvió a llamar mamá. Entonces bajé las escaleras y recién en ese momento me di cuenta que no lo había hecho ni una sola vez en toda la tarde.

Adelia había dejado preparada la cena antes de irse. Desde que nos vinimos a vivir acá, con Oscar, Adelia hace casi todas las cosas que antes mamá hacía. La miré y me pareció que hoy tampoco iba a sentarse a cenar. Oscar no estaba, últimamente venía poco a casa. Me senté a la mesa y empecé a comer en silencio. Mamá no se daba cuenta pero yo la miraba, ella fumaba apoyada en el marco de la puerta que da al patio. Miraba el reloj colgado en la pared, después el televisor. A mí no me gustaba verla así, le pregunté si iba a cenar pero no me respondió y cuando escuché el auto que estacionó en la puerta de casa, agarré el control y cambié de canal. Oscar entró y cerró la puerta con fuerza. Se acercó hasta la mesa y yo me hice la que estaba concentrada mirando la tele. No dijo nada y caminó hasta la cocina. Mamá entró desde el patio y le preguntó si se acordaba que acá también tenía una familia.

Yo dejé la comida y subí a mi pieza. Antes lo miré. Cerré la puerta, me senté en la cama y abrí la mochila. La prueba de naturales era al otro día y si me iba bien, como yo pensaba, iba a tener el mejor promedio del grado y mamá se iba a sentir muy orgullosa de mí.

—¿Vos te pensás que yo soy estúpida? —escuché que gritó.

Saqué el manual y lo apoyé sobre la cama: La contaminación de los ríos a causa del derrame de petróleo es una de las más peligrosas para el medioambiente, leí. Pero mamá seguía gritando. Encendí el televisor de la pieza y mientras subía el volumen, escuché que él también gritaba. Después el tele estaba tan alto que ya no supe si me estaba imaginando los ruidos, y ahí nomás se me ocurrió la idea. Nunca antes lo había hecho, no me había animado y no sabía por qué. Me asomé a la ventana. Era cuestión de pasar las piernas y, simplemente, empezar a bajar hasta el patio. Guardé los libros en la mochila y me acerqué. Crucé una pierna, y apoyé el pie en un borde que había en la pared, después crucé la otra pierna mientras con las manos me aferraba fuerte al marco. Salté y pisé el pasto. Estaba húmedo. Sentí el olor del yuyo, y empecé a caminar hasta el fondo. Crucé los árboles, la pileta y llegué hasta el quincho. Abrí una de las puertas de vidrio, entré y me senté en uno de los bancos de madera. Respiré hondo, apoyé la mochila sobre la mesa y me quedé un rato en silencio. Después saqué el manual y repasé lo que ya sabía: Una vez que el petróleo se vierte en el río, una mancha coherente se va expandiendo sobre la superficie del agua. Me recosté sobre la mesa, apoyé la cabeza entre los brazos: La mancha comienza a quebrarse y forma hileras paralelas a la dirección del viento, dije. Los párpados comenzaron a pesarme y me quedé un rato así, apoyada sobre la mesa, sin estudiar. 

Un ruido en los árboles me despabiló. No sé cuánto tiempo había pasado, pero me dio miedo, salí del quincho y empecé a caminar rápido hacia casa. Me detuve antes de golpear la puerta, y pensé que era mejor subir por donde había bajado. Trepé unas rejas y aunque me raspé un poco las rodillas, pude llegar hasta la ventana. Entré a mi habitación y todo seguía igual. Bajé el volumen del tele hasta dejarlo mudo. Me acerqué a la puerta y traté de escuchar pero no escuché nada. Abrí despacio y empecé a bajar las escaleras. Vi un plato con comida en el piso y una silla caída. Caminé hasta la ventana que da a la calle y vi que el auto de Oscar ya no estaba. Volví al comedor y sobre la mesa vi el frasco de pastillas que mamá toma cuando se pone nerviosa. Fui hasta la puerta de su pieza, me quedé un rato ahí, pero volví a la mía y me metí en la cama.

Al otro día mamá me despertó apurada, dijo que se había quedado dormida, que no había escuchado el despertador y estábamos llegando tarde a la escuela. Yo abrí los ojos despacio. Después me acordé y cuando pude verla de frente noté que tenía una marca debajo del ojo.

Desde el comedor volvió a gritarme para que me apure, pero yo seguí acostada. Eso era la marca de un golpe. Dijo que el desayuno estaba listo y cuando escuché que subía las escaleras, salí de la cama y me metí en el baño.

—¡Apurate Mariana! —gritó.

—Ya voy —dije. Todavía estaba un poco dormida y no podía abrir del todo los ojos. Me arrimé al espejo en puntas de pie y me miré. No quería salir. Quería quedarme ahí, encerrada en el baño. Mamá golpeó la puerta y yo abrí la canilla. Me lavé la cara en la pileta y salí tapándome con la toalla. Pero mamá ya no estaba. Me puse el uniforme de la escuela y bajé al comedor. El piso estaba limpio. Las sillas en su lugar. Sobre la mesa había una taza de leche y un paquete de galletitas. Tomé unos sorbos cuando escuché las bocinas del auto de mamá. Me colgué la mochila, caminé hasta el garaje y subí. Ella sacó el auto marcha atrás. Esperó que cerrara el portón automático y arrancó. Yo no me animaba a mirarla. Quería decirle algo pero no sabía qué. Tal vez preguntarle por Oscar, dónde estaba, si iba a volver, por qué le había hecho eso en la cara. Mamá tenía unos lentes de sol que le tapaban los ojos, íbamos en el auto y no decíamos nada.

Frenó en la esquina de la escuela.

—Dale que es tarde —dijo.

La miré, el borde de la sombra se veía detrás del lente. Bajé y empecé a caminar hacia la escuela. Me acordé de la prueba y seguí caminando. Cuando entré ya estaban todos los grados formados en el patio, escuché la oración y de repente todo eso comenzó a parecerme estúpido: los chicos en hileras, las maestras enfrente, duras como estatuas. Entramos al salón y la seño Olga dijo que nos separemos, que la prueba era para reflexionar y empezó a repartir las fotocopias.

Paula se dio vuelta sin que la seño la vea y me susurró: 

—¿Viste que a Lali le vino? Dice que no duele nada. ¿Vos le creés?

Dije que no con la cabeza, en ese momento la maestra pasó por mi banco, apoyó la fotocopia y dijo que no podíamos hablar. Miré las preguntas y me di cuenta que eran las mismas del manual pero en distinto orden. Escribí mi nombre y la fecha en el margen. Quería pensar en otra cosa y no podía: por qué no la había abrazado, por qué no le había preguntado nada. Puse el número uno para empezar a responder y comencé a escribir: Todos los ríos del mundo, puse y me detuve; después, sin pensarlo, como si un rayo hubiera caído desde mi cabeza, agregué: están llenos de mierda. Todo está lleno de mierda, escribí después y me quedé así, sin entender, mirando la hoja, la tinta, las palabras.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 06/04/24

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