Las bolsas mortuorias frente a la Casa Rosada son un nuevo llamado de atención para una sociedad que debe negarse a convivir con los celebradores de la muerte. No somos una sociedad perfecta, ni de lejos, pero hemos demostrado que conocemos la existencia de ciertos límites. El ejemplo de las Madres y Abuelas nos ha enseñado que se debe perseguir obsesivamente la justicia, nunca la venganza, ni mucho menos la muerte del otro, aunque ese otro fuera un asesino.
Pertenezco a una generación en la que nuestros mayores nos encuadraban éticamente con una simple expresión: “Eso no se hace”. No había más que explicar, no era necesario llenar ese espacio con sermones interminables. Antes y ahora, muchas veces, “menos es más“.
Eso no se hace significa que no se le pega al caído, no se desea el mal a otros, ni se celebra ninguna muerte. Solo como ejemplo, el 17 de mayo de 2013 día del fallecimiento de Jorge Rafael Videla, no recuerdo que ocurrieran escenas callejeras de algarabía. El mal ya estaba hecho y en cierto sentido la muerte es “tierra santa”, un inevitable tránsito que debe ser unánimemente respetado.
Por eso nos avergüenzan esas grotescas bolsas, además de dolernos. Duelen todas, pero hay una que hiere como ninguna, y es la que lleva el nombre de Estela. Estela de Carlotto, las Abuelas, (las Madres, ya está dicho), han parido la democracia moderna de la Argentina. Los promotores del espanto no tienen idea del tamaño que tiene nuestra deuda con ellas, por ser ejemplo de perseverancia, respeto, decencia y amor, valores harto difíciles de hallar en medio de tanto amarretismo.
El odio es una fábrica de pasiones tristes, mezcla de resentimiento, ignorancia y desprecio. A la derecha no le cuesta nada encontrar argumentos para odiar a cabecitas negras, feministas, inmigrantes, choriplaneros, mapuches y militantes, que son, para ellos, la pura representación de la “barbarie”. Se comprueba que, desde comienzos de nuestra historia nacional, los odiadores siempre provienen de los mismos sectores, resultan ser promotores reiterados de golpes y dictaduras, autopercibidos como la “civilización”.
Es innegable que los educadores tenemos mucho que decir y proponer en esta discusión. Educar es recuperar la memoria y robustecer los vínculos para construir un potente nosotros (y nosotras), ese pronombre maldito. La educación, más que nunca en pandemia, debe trasmitir que la vida es un bien deseable; proponer la vida ante tanta muerte desparramada por la derecha deletérea, es una tarea imprescindible a desarrollar en cada una de las escuelas de la patria.
Quizá sea tiempo de seguir celebrando las diferencias, que tanto nos enriquecen, a la vez que enfatizar las similitudes que nos igualan, entre ellas nuestra misma condición humana. Y en las aulas, con más frecuencia, debiéramos ahorrar explicaciones y evitar tanto palabrerío, de modo de rescatar del olvido aquella sentencia iluminadora, el “eso no se hace”, que antaño aceptábamos sin pestañear.
Una vez más, Cristina nos ayuda a no perder el camino, cuando califica que la ominosa instalación que los Jóvenes Republicanos expusieron al público “solo demuestra cómo muchos opositores conciben la República. No callemos ante semejante acto”.
No Cristina, no vamos a callar, porque creemos que nuestros hijos y nietos tienen derecho a crecer en una comunidad donde circule la inteligencia, el disenso y la verdad, un sitio donde desborde la vida plena, mucha vida para conjurar tanto odio y tanta muerte.
(*)Ex ministro de Educación de la Nación.