Entrevista al escritor y presidente del Concejo de Hurlingham, Damián Selci, autor de La organización permanente, libro que gira en torno del sentido y las formas de la militancia.

El último libro de Damián Selci, La organización permanente, editado por Cuarenta Ríos, plantea una serie de cuestiones de teoría política de singular importancia. Su objeto de estudio, por así llamarlo, no es otra cosa que los modos, el sentido y las formas de la militancia. Claro está que ese objeto nada tiene que ver con el objeto propio de la sociología o la politología convencionales, puesto que se ubica en un horizonte teórico y epistemológico muy diferente.

En consonancia con investigaciones de orientación radical que se desarrollan en el mundo contemporáneo, este libro se sitúa en el campo de lo que se conoce como post-estructuralismo y post-fundacionalismo, corrientes caracterizadas por sus posiciones anti-metafísicas. Por ello, son premisas –por no decir axiomas– de este trabajo, la crítica y/o recusación de nociones tales como sustancia, ente, determinismo lógico y teleología, propias del pensamiento moderno, marxismo incluido.

En este caso, las fuentes teóricas son aquellas que ofrecen el marco de esa crítica: entre otras, el psicoanálisis lacaniano, la filosofía de Derrida y Badiou, la obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe y, acaso para sorpresa de muchos, ciertos textos de Juan Domingo Perón.

Si hubiera que señalar un nombre o una obra liminar que subyace, quizás sin reconocimiento explícito, en los escritos de esos autores, ese sería el nombre y la obra de Ferdinand de Saussure, quien en su Curso de Lingüística General estableció un precepto que orienta las investigaciones post-estructuralistas y post-fundacionalistas: la lengua es forma y no sustancia. Esa premisa saussureana, más la crítica de la metafísica heideggereana, representan el horizonte conceptual del que derivan los trabajos de Lacan, Derrida, Badiou, Laclau, y en última instancia del propio Selci.

Sin embargo, no deberíamos concluir esta presentación sin señalar algo que diferencia su posición respecto de la mayoría de los autores mencionados: en su caso, no se trata de hacer teoría por la teoría misma, a la manera académica, sino de generar conceptos, categorías y marcos epistémicos capaces de orientar y mejorar el sentido de la propia práctica. Vale recordar, entonces, que actualmente Damián Selci se desempeña como presidente del Concejo Deliberante de Hurlingham, uno de los espacios donde lleva adelante su experiencia de militancia.

Nos gustaría comenzar por el término militancia, recurrente en tu libro y que aparece en el título de tu libro anterior, Teoría de la militancia. ¿Cómo lo pensás desde el horizonte del post-estructuralismo y el post-fundacionalismo?

—Para resumir al máximo, entiendo la militancia bajo esta fórmula: la responsabilidad por la responsabilidad del otro. Hay militancia no sólo cuando nos hacemos cargo de los problemas de los demás, sino cuando nos hacemos cargo de que el otro también se haga cargo. O sea, cuando hacemos del otro un militante. Creo que esto puede formularse en términos de una utopía: no el hombre nuevo, sino el militante nuevo. El horizonte posestructuralista tuvo por función deconstruir las certezas cada vez menos eficientes del pensamiento marxista, al que acusó, en definitiva, de ser un humanismo metafísico, y por esa vía, históricamente caduco, entre otros males. O sea: toda la política moderna buscó reconciliar al hombre con su esencia alienada, que consistiría finalmente en una especie de retrogradismo revolucionario: volver a ser como éramos antes de perder la buena senda, ya sea a manos del capitalismo, la sociedad moderna, el Occidente de la técnica o lo que se quiera. Y esto supone que el hombre es una sustancia que debe ser restaurada. Lo cual en nuestra época ya no va más, porque la crítica de la metafísica deconstruyó la noción de sustancia, es decir, la idea de algo que existe por sí mismo y dura en el tiempo, que sigue siendo lo mismo más allá de sus accidentes, etcétera. Nada existe por sí mismo, todo existe por otro. Entonces deja de tener sentido la idea de terminar con la alienación, porque en realidad la alienación sería precisamente ser otro, que es lo que en efecto somos: Freud sería de los primeros en decirlo. A partir de esas certezas, cada vez más dispersas en todos los campos, ya no fue posible hacer un programa político en base a la “vuelta a los orígenes sustanciales”, objeción que en última instancia también le cabe al marxismo. Diría que lo propio del posestructuralismo ha sido decirle a la política emancipatoria todo lo que ya no podía hacer. Pero no aportó gran cosa respecto de qué cosa sí se podía hacer. Por eso, para mí. Laclau es un autor límite de esa tendencia: habla de estrategia, pero no de programa. Propongo que la teoría de la militancia permite pensar un programa político, una estrategia y una voluntad en las condiciones impuestas por la crítica de la metafísica.

—¿Pensás que tu obra guarda algún tipo de vínculos con la teoría política académica? De ser así, ¿cuáles, y en qué contexto?

—El vínculo con la academia, si entiendo bien la pregunta, es por el lado del debate. Las corrientes posfundacionales son todas académicas. Es un hecho conocido: la política ya no es pensada por quienes hacen política, sino por quienes han dejado de hacerla, o nunca la hicieron. Los autores de moda en la academia no hacen política en ninguna parte, o se trata de una cuestión marginal. Ni Jean-Luc Nancy, ni Agamben, ni Esposito, son militantes activos. Muy diferentes de Althusser o Lukács, ni hablar Gramsci, Lenin o Mao, que escribían adentro de una fuerza política, en el fragor de la batalla. Los teóricos de ahora piensan y escriben dentro de la academia o dentro de las discusiones filosóficas. No tienen que medir lo que dicen en relación a la eficacia política, sino al estado general de la filosofía. Por eso, por interesantes que sean, no pueden despejar el camino de la acción. Ni de la imaginación. Es un fenómeno interesante e ilustrativo: hoy, la política es pensada por fuera de la praxis. Y humildemente me pareció que había que poner, no la cabeza, sino los pies en otra parte. La teoría de la militancia no es académica en el sentido de que no está pensada para funcionar en la academia, sino para reunir la praxis y la teoría. Lo mejor del marxismo no es David Harvey, es el momento único en que los que piensan la política son quienes la están haciendo. Si algo hay que retomar del marxismo es el vínculo poderoso entre teoría y práctica. Lo que no puede durar es la politología ni la filosofía política, ni la realpolitik pragmática satisfecha de su falta de propósito, fuera de acumular “el poder”.

De manera que, según tu punto de vista, el tratamiento meramente académico de la política nos conduce a una auténtica encerrona.

—Porque la política no es un objeto de estudio. No es interesante como objeto, mucho menos como fenómeno sociológico. Es interesante como militancia. Lo digo de otra manera: la teoría de la militancia, como el psicoanálisis o el marxismo en su momento, es la teoría de una práctica. No da una tesis sobre el ser, no es una ontología política, categoría que rechazo. De hecho, si está de moda la idea de una “ontología política” es porque no hay política. Habría que ver qué implica históricamente la idea de la ontología política. Es obvio que se ha venido tan abajo el socialismo en cualquiera de sus formas que parece lícito revisar todo de nuevo: qué es la política, cuál es el estatuto político del ser una vez que el fundamento metafísico se ha retirado… Pero a la vez parece claro que preguntarse qué es la política, o qué es lo político, muestra lo lejos que estamos de empezar a hacer algo, ¿no? Sin embargo, no hay que decir por eso que el posfundacionalismo, o posestructutralismo, sean solamente un grupo de gente confundida en sus escritorios. Nada de eso. Es una verdad histórica que ya no disponemos de las certezas del gran movimiento socialista. Lo que yo diferencio, y acá está todo lo importante, es el punto de partida, o de recomienzo. No hay que empezar por una ontología de lo político, como lo hacen Nancy, Agamben, Rancière, Zizek y tantos otros. Hay que empezar por una práctica que ya esté ahí. En mi caso, la militancia en Hurlingham, provincia de Buenos Aires. La teoría de la militancia no es por lo tanto una ontología política. Es el pensamiento de una práctica que no debería funcionar y, sin embargo, funciona. La evidencia de su funcionamiento es lo notable. No tendría que haber militancia ni organización luego de 30 mil desaparecidos y 30 años de neoliberalismo en Argentina, pero la hay. Ese milagro es el que fuerza a pensar. La militancia no es una visión del mundo, para decirlo más coloquialmente. No dice cómo es el mundo, sino cómo debemos convertirnos, cada uno y cada una, en militantes, porque la militancia es un fin en sí mismo, es el medio para llegar a sí misma, es decir, al otro militante. Por eso el mejor militante es el que más suma. Por eso Cristina es la mejor. Porque nos suma. Nos delega responsabilidades. Ella lo llamó empoderamiento popular. Y el poder popular, o es responsabilidad popular, o no significa nada.

—En Teoría de la Militancia proponés y trabajás la figura del cuadro. ¿De qué modo podría pensarse la formación de los cuadros políticos como una instancia de transposición teórica a la práctica?

—La formación de cuadros es la política militante misma. No hay que pensar que los cuadros son una cosa y los militantes otra. Todos tienen que ser cuadros. No hay que diferenciar entre base y dirigentes. Todos tienen que dirigir. Perón pensaba en una masa de conductores, que es lo único que el conductor puede conducir. No se conduce lo inorgánico, decía Perón. O sea, no se conduce sino a otro conductor. Hay que aprender a ser conducido, no es obediencia y ya. Conducir es un arte, y dejarse conducir también: el mismo arte… Generalmente el tema de la formación de cuadros se toma como la preparación de cuadros de gestión. Se supone que vamos a gobernar, entonces bien, preparemos los cuadros de gestión. Esto por supuesto es valioso y necesario, pero lo realmente trascendente de la formación es la formación de cuadros políticos, y acá ya no hay especialización ni gestión ni Estado, sino comunidad organizada. O sea, formar cuadros técnicos es algo que hacemos para gobernar el Estado, pero formar cuadros políticos es lo que hacemos para construir la comunidad organizada. No para que estos cuadros después vayan y construyan comunidad; eso es obvio; lo interesante es que ellos mismos ya son la comunidad organizada. Por eso, para construir comunidad, deberán a su vez formar otros cuadros políticos. Esto no se termina un día. Por eso el libro se llama La organización permanente. Perón decía que las unidades básicas tenían que ser centros de formación cívica. No me imagino qué puede ser la comunidad organizada si no está integrada por varios millones de cuadros políticos. Ser un cuadro político es ser un ciudadano de la comunidad organizada, creo que podría resumirse así. Alguien que piensa en sí mismo como en otro, es decir, alguien que vive la vida de manera no-individual. Por eso formar cuadros es organizar la comunidad, es la comunidad organizada.

En el peronismo existe una tradición en la creación de Escuelas de Formación Política. De hecho, Conducción Política son las clases que dictó Perón en la Escuela Superior Peronista. ¿Has pensado en la posibilidad de crear instituciones similares para la formación de la militancia?

—La formación de la militancia no requiere de escuelas, aunque siempre puedan servir. Pero insisto en que no hay formación por un lado y praxis por otro. El fin de la política militante es que el otro sea militante. Para eso hay que formarlo. Pero justamente formar militantes es crearlos, convocarlos, encuadrarlos, darles responsabilidades. Las instituciones que forman cuadros son los mismos cuadros. No hace falta un pizarrón. Lo que sí hace falta es una formación política absolutamente permanente. Y para todos y todas. Esto no funciona si la formación sólo se la reservamos a un grupo de elegidos. Es obvio que no todos van a estudiar economía ni saber de salud o geopolítica. Pero esas son especialidades técnicas. Lo que importa en la conducción, o sea, en el cuadro militante, es la relación social que se llama “organización”. Es muy importante insistir en que no se trata de un saber que unos tendrían y otros no. La conducción es para todos por igual. Cristina lo dijo el 10 de diciembre de 2015: “cada uno de los 42 millones de argentinos tiene un dirigente adentro”. ¿Y qué significa tener un dirigente adentro, sino justamente esto: conducir, dejarse conducir? Es notable que, en la militancia, conducir y dejarse conducir son exactamente la misma cosa, ¿no? Porque la militancia no es individualista. No dice: yo soy yo. Dice, con Rimbaud, “yo es otro”. Y si yo es otro, conducir a otro es dejarme conducir, y viceversa. La teoría de la militancia es una conjetura para la intervención política en las condiciones de dos crisis superpuestas: la del marxismo y la del posmarxismo. Es anti-individualista, en el triple sentido de que no supone un alma individual cristiana, ni una persona en el sentido jurídico romano, ni un productor o consumidor liberal.

Evidentemente, cierta politología, la más clásica y por ende de raigambre liberal, concibe al individuo como la unidad a partir de la cual se articulan las unidades mayores de su teoría: sociedad, clases, naciones, etc.

—Por ese motivo no tenemos que partir del individuo aislado, sino de al menos dos militantes organizados. Aprovecharía también para dejar sentado que “organización” es lo que brinda el principio trascendental para la indistinción entre yo y otro. Solamente puedo ser anti-individualista si estoy organizado con otro, si soy otro para mí mismo, o sea, si me considero –citando de nuevo a Perón– “un conductor de mí mismo”. La única manera de conducirme a mí mismo es desdoblándome, tratándome a mí mismo como si fuese otro. O sea: ser disciplinado, no ser espontáneo. La militancia es una disciplina antirromántica. No se trata de que expreses tu voluntad interior, sino que trates a tu voluntad como la de otro, y que todos hagan esto. Se trata de generar un importante desarreglo en muchos puntos críticos de la cultura occidental, romana, cristiana, liberal. Y para una tarea así me parece que el nombre clave termina siendo Lacan, que puso al Otro con mayúsculas en el lugar privilegiado de la reflexión sobre el sujeto.

En el libro planteás la cuestión de para quién se hace teoría. En tu caso, ¿quién sería el destinatario de tu producción teórica?

—La militancia. Los que militan o quieren hacerlo. Y para ser más concretos todavía: todos los que piensan que las fuerzas populares se encuentran a nivel mundial en un impasse por falta de horizonte. Me parece claro que hasta hace unos años había un consenso bastante fuerte en torno a la utilidad de la teoría del populismo de Laclau. Todavía es normal encontrar en España, en Chile, en Argentina o en Francia a los lectores del populismo, lectores militantes que están tratando de intervenir en política concreta. Y que piensan que hacer política no es una cuestión espontánea que nazca de la piel o del instinto, ni que piensen que con lo pensado en el siglo XIX o XX ya estamos hechos. Diría que me dirijo a quienes dan por un dato histórico la crisis del marxismo y empiezan a sentir la crisis del posmarxismo. A los que perciben que la teoría populista sirve para ganar, pero no para gobernar, porque la idea de “dar respuesta a las demandas de la sociedad” no es algo interesante ni espiritualmente muy emocionante. Estamos para algo más y para algo diferente de ver qué quiere la gente y tratar de dárselo. Lo nuestro no es interpretar a la sociedad, sino transformarla en militante. Y una sociedad militante ya no sería una sociedad, una asociación de individuos con sus propios intereses, que cooperan entre sí porque les conviene tácticamente ayudarse en vez de competir. No, nuestro asunto ya no sería una nueva sociedad ni un orden social, sino una organización permanente.

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