Se cumplen 30 años del paso a la inmortalidad de Atahualpa Yupanqui, maestro del folklore argentino que contó como nadie la injusticia social, la amistad y los paisajes de la patria profunda.

La Argentina que estaba por cumplir el centenario de la Revolución de Mayo, en 1910, daba la falsa imagen de ser una gran república. Pero detrás del enorme desarrollo de la Pampa Húmeda, con su inversión extranjera en ferrocarriles y una masa inmigratoria ingente, estaba el viejo país, con sus provincias norteñas que no se habían acoplado al nuevo modelo productivo que proveía carnes y cereales para Gran Bretaña e importaba productos manufacturados. Existía una clase dominante que gozaba de todos los privilegios que otorgaba una economía que concentraba los recursos en pocas manos. El viejo país criollo que conservaba la memoria ancestral del patriciado del norte argentino y la sabiduría indígena, estaba excluido del nuevo orden imperante. Santiago del Estero, que había sido una zona de máxima importancia en los tiempos de la colonia, quedaba marginado del nuevo esquema. La situación en provincias como Tucumán, Salta y Catamarca con altos índices de exclusión y atraso económico era espantosa.

En el terreno cultural, la situación no era mejor. Las élites dominantes de las grandes ciudades, adquirían una estética que era el reflejo de la cultura europea, desdeñando los usos y costumbres de América Latina, por considerarlos bárbaros y atrasados. Tal es la fórmula de Civilización y Barbarie que impondrá el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, y que aún dicta nuestra orientación intelectual. Nuestro gran poema nacional el Martín Fierro, será elogiado y reivindicado por una parte de la élite criolla a partir de las conferencias que dio Leopoldo Lugones en el teatro Odeón de Buenos Aires bajo el título de “El Payador”, que entroncaba la obra con la tradición clásica griega. Esto que por un lado ponía en el centro de la escena al gran poema, pero por otro lado le hacía perder su raíz plebeya.

Pocas figuras, como Manuel Gálvez, Ricardo Rojas, el rosarino Emilio Becher y el socialista Manuel Ugarte, ponían en discusión la cultura en la semicolonia. América Latina, la Patria Grande, era vista por la mayoría de los intelectuales como un modelo del que había que distanciarse, para mirar embobados a Europa.

En ese contexto nace Héctor Roberto Chavero, conocido como Atahualpa Yupanqui, el 31 de enero de 1908 en la ciudad de Pergamino, y que se fue para “el silencio” el 23 de mayo de 1992, hace exactamente treinta años. La lectura de Los Comentarios Reales, del Inca Garcilaso de la Vega, lo lleva a adoptar el apellido Yupanqui, por la historia de los doce Incas desarrollados en la obra. Por otra parte, “Ata” quiere decir “venir”; “Hu”, “de lejos”; “Alpa”, ”tierra”. La vida de su familia lo llevó por distintos lugares de nuestro país, lo que le dio una aguda sensibilidad de nuestra geografía, costumbres y folklore. Su consagración fue un proceso lento, de arduo esfuerzo, por la resistencia que tenía en muchos sectores de la sociedad la copla, la vidala y todas las expresiones profundas del saber musical autóctono.

La aceptación del público porteño fue dificultosa, con varias idas y venidas a la capital de la república, siempre atenta a lo que ocurría en Europa, pero que miraba con desconfianza la cultura latinoamericana. Recién en 1950, y de la mano de la gran cantante francesa Edith Piaff, que lo hizo conocer a los parisinos, algunos sectores de la intelectualidad cosmopolita lo empezaron a respetar como merecía. Fue un hombre de recia personalidad, que tuvo encontronazos con quienes fueron sus herederos, como fue el caso de Jorge Cafrune, que contestó con vehemencia algunas críticas que el maestro del folklore argentino hizo sobre la nueva generación de cantores. Autor de una gran cantidad de canciones, de varios libros de poemas y relatos, sólo se consideraba “un cantor de artes olvidadas”. Sin embargo, más allá de su modestia, su obra alcanza una dimensión tan grande que, en el futuro, hablar de cultura latinoamericana sin recordarlo, será una odiosa omisión. 

Algunas de sus coplas son ya clásicas y aparecen en la boca de la gente común, cuando aflora la injusticia social: “Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”, o cuando se recuerda la historia trágica de nuestra Patria Grande, en la figura de Don Anselmo, que don Atahualpa conoció de niño, en Tafí Viejo: “Caminito del indio, caminito que anduvo/mi raza vieja/antes que en la montaña/la pachamama se ensombreciera//Caminito que anduvo/de sur a norte mi raza vieja/.

El chango dormido junto al camino, el secreto de la montaña, el alazán que seguirá galopando todavía “si hay cielo pá el buen caballo”, la libertad, el amor escondido que no se confiesa, serán apenas algunos de sus temas. Todos ellos signados por el propósito irrenunciable del poeta: “Lunas me vieron por esos cerros/ y en las llanuras anochecidas/ buscando el alma de tu paisaje/ para cantarte, tierra querida”. Ahí está su pasión de trovador, expresando el paisaje, recreándolo. Pero no sólo el paisaje geográfico sino también el paisaje humano de su patria. Por eso Atahualpa no escribe para el pueblo ni por el pueblo, sino desde el mismo pueblo, sintiendo como propia la alegría y la tristeza de sus paisanos.

En esa tarea, Atahualpa está convencido del saber popular, esa savia que no se nutre del último libro europeo, sino de las experiencias sufridas, de las vivencias de existir en un país donde el hombre lucha, ama y sueña en el desamparo y en el dolor, donde la cultura oficial se organiza para ignorarlo y despreciarlo: “Qué veneno tendrán las letras, señor, me decía un escuchado en Humahuaca, que todo aquel de nosotros que las aprende se vuelve contra nosotros”.  Mixturado existencialmente con su pueblo, recorrió todos los senderos depositando su confianza y su generosidad en el hombre común. En ellos encontró la poesía, como aquella norteña que viendo a su changuito tomar una piedra del río, le dijo: “No, hijo, no le robe el canto al río, no ve que el río canta cuando se encuentra con esas piedras”.

Allí también encontró la sabiduría. Muchos escritores definieron la amistad, pero ninguno mejor que su tío Gabriel, analfabeto de toda la vida: “¿Qué es un amigo, tío Gabriel? Un amigo es uno mesmo en otro pellejo”. Esta anécdota la recordó Yupanqui en una reunión a la cual asistía Jorge Luis Borges, quien dijo: “Qué lindo, y cómo no se me ocurrió a mí”. Yupanqui le contestó: “¿Sabe por qué?, porque usted es un erudito y no es paisano, y paisano es el que lleva el país adentro”. La cultura cosmopolita de la gran metrópoli le cerró el camino junto a la maquinaria oficial de los medios de difusión, destinada a distraer con banalidades, a descalificar la opinión popular. 

Decía él: “Buenos Aires, ciudad gringa/ me tuvo muy apretado/ todos se me hacían a un lado/ como cu…erpo a la jeringa”. Esta fue la principal razón por la que el cantautor pasó varios años de su vida en Europa, escapándole a la atmósfera enajenada de Buenos Aires, donde la llamada gente culta lo tenía apenas por un guitarrero. Por eso murió en París, pero venía todos los años a su Cerro Colorado cordobés a cargar energías para su obra musical y poética, que jamás se debilitó en su fuerza nacional y compromiso. Decía ante las tremendas desgracias que caían sobre sus compatriotas: “A veces me entra tristeza/ y otras veces rebelión/ en más de alguna ocasión/ quisiera hacerme perdiz/ pa’ tratar de ser feliz/ en algún pago lejano/ pero la verdad, paisano/ me gusta el aire de aquí”. Aún en las épocas en que debió estar lejos de su país, le cantó siempre, porque usted sabe: “Yo no soy como esos intelectuales parecidos a la calandria, qué pajarito habilísimo la calandria, puede copiar el canto de todos los pájaros, pero qué triste: no tiene canto propio”.

Atahualpa no recibió nunca el calor oficial de los gobiernos, ni de los medios masivos de comunicación. Fue un personaje negado a pesar de que el pueblo recogió con simpatía sus canciones, pero los que mandan lo vieron siempre con desconfianza y temor, como expresión peligrosa de ese “canto del viento”, como él denominaba a la cultura popular. Ese canto que recoge las emociones y experiencias de los desamparados de la patria, de esa gente que quizás no esté alfabetizada pero, como decía Federico García Lorca, “tiene cultura en la sangre”, porque el hombre, decía Yupanqui, “vale por dentro, que lo de afuera es comprado”.

En estos momentos en que la globalización arrasa con todas las culturas nacionales, recordar su poética resulta esencial. Bien afirmaba la gran cantante Suma Paz, otra gran olvidada, que en la poesía de Yupanqui se encuentra el resumen de todo lo mejor de la cultura latinoamericana. Genio sin par, a treinta años de su muerte, recordar su vida y su obra es imperioso para mantener viva la llama de nuestro acervo nativo. Es, sin dudas, uno de los pilares de nuestra cultura nacional, y garantía de que el “Canto del pueblo”, será patrimonio de las próximas generaciones de latinoamericanos.

*Periodista y escritor firmatense

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