El universo cultural argentino, siempre prolífico y reconocido allende las fronteras, pone en escena su potencial político de resistencia y organización para salir del pozo de los últimos años y recrear circuitos de producción y sustento.
En el escenario cultural nacional, la apertura del telón de este nuevo junio expuso que asoma una temporada mensual por lo menos parecida a las anteriores. El miércoles 1º, hubo una nueva expresión pública frente al Congreso Nacional en contra del llamado “apagón cultural”, que sobrevendrá en caso de que siga vigente una norma que desobliga al Estado de garantizar el financiamiento del fomento de expresiones culturales de diverso tipo y color a partir de fin de año. Al día siguiente, representantes de decenas de colectivos del mismo ámbito que confluyen en la Red Federal Cultura Cooperativa, montaron una nueva instancia de encuentro y debate para avanzar hacia la conformación de una federación de cooperativas. Reclamar la continuidad de la presencia oficial en favor de una producción federal y diversa y consolidar la convergencia de las organizaciones libres del palo para ganar protagonismo social y político, son parte del guión que encarnan hacedores y hacedoras culturales que entienden su trabajo cotidiano no sólo como fuente de expresiones y sustentos individuales y aisladas de colectivos y contextos, sino a la vez como generador de bienes y servicios indispensables para una vida mejor para todas y todos.
La miríada de hechos, lugares y gentes de cuya situación criolla se pretende dar resumida cuenta en estas páginas, se puede identificar a grandes rasgos bajo un par de motes, como industria y acervo, ambos maridados con la adjetivación “cultural” para ser debidamente sustantivados.
Si se habla entonces de “industria cultural”, vale ensayar de entrada algunas pinceladas ilustrativas de sus marcos generales de época. La cultural es una de las industrias más interpeladas por la suerte de nueva Revolución (justamente) Industrial que signa el transcurso del siglo XXI, enancada en la creación y expansión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
La era digital, con su afán de virtualizar todas las cosas que existen y puedan llegar a existir –incluso las más inmateriales y sublimes, como la esperanza, o las utopías–, transformó los circuitos y las cadenas productivas y de valor de la industria cultural mucho más intensamente que las de otras. En pos de un ejemplo bien entonado del impacto en el “entero” cultural, se puede apelar al del subconjunto musical. El transcurrir de la industrialización clásica llevó a la música del rito original de las guitarreadas en los fogones a otros dispositivos de expansión de alcances, que fueron desde la amplificación vía micrófonos y parlantes medida en decibeles y ecualizaciones más o menos felices hasta la producción en serie, con su consecuente requerimiento de elaboración de la materia prima en función de sus posteriores fraccionamiento, distribución y comercialización masivas bajo las reglas y requisitos inherentes a la ciberfase economía de mercado, en la que pureza, calidad y utilidad son condiciones pasibles de disimular bajo los velos del packaging, el marketing y vaya a saber qué otras conjugaciones del idioma imperial y capitalista hegemónico ya inventadas o por inventar. El disco de pasta, el de vinilo, el casete y el magazine, el compact disk, junto con sus correspondientes artefactos de reproducción, son hitos del vértigo industrialista de la música del siglo pasado que sorprendieron y sedujeron a las masas oyentes casi la misma y acotada cantidad de tiempo que luego lograron perdurar, antes de pasar a formar parte del museo de grandes novedades tras ser desplazados por las Tic’s y sus tips y sus likes, que erigen los nuevos hits al ritmo de los algoritmos.
Así, en pentagramas y partituras asoman cada vez más notas y tonos empalagosos, livianos y efímeros como los nuevos compases del reloj de la historia, que añora la claridad de su tic-tac, aturdido por los tik-tok del momento y la intentona de acercar presente y futuro en pos de una pretendida fusión que desborde y diluya los tempos y silencios de corcheas y semicorcheas conocidos hasta aquí. Y al que no le guste, que se vaya con su música a otra parte.
Con su música y con su teatro, su literatura, su cine, sus series audiovisuales, sus cuadros, sus fotos y sus etcéteras. Porque según remarcan trabajadoras y trabajadores, personalidades, entidades y hasta autoridades oficiales del rubro, así de abarcativo es el apagón cultural visible en el horizonte si no se desactiva la bomba cuya mecha se encendió en 2017, cuando se aprobó la ley 27.432, que establece la caducidad de todas las llamadas Asignaciones Especiales de fondos para financiar las actividades del sector a partir del próximo 31 de diciembre. Entre los organismos y programas implicados se cuentan el Inamu (Instituto Nacional de la Música), el Incaa (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), el INT (Instituto Nacional del Teatro), la Conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares) y el Fomeca (Fondo de Fomento Concursable para Medios de Comunicación Audiovisual), pulmotores indispensables para la sobrevivencia laboral de unos 600 mil habitantes de los cuatro climas de los que suele jactarse la argentinidad.
Ya que argentinidad se ha dicho, da para tender el puente que a la hora de valorar lo cultural une a la industria con el acervo. “Conjunto de valores o bienes culturales acumulados por tradición o herencia”, responde, cuando se la consulta respecto del significado de esa palabra, la Real Academia Española.
La misma Acadé define a cultura como “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico” y también como “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc”. Y a renglones seguidos, el diccionario de la entidad organizadora de congresos de la lengua menciona un par de ejemplos de lo englobado en el “etc”. Además de propia de una “época” y de un “grupo social”, la cultura puede ser además “Física: conjunto de conocimientos sobre gimnasia y deportes, y práctica de ellos, encaminados al pleno desarrollo de las facultades corporales”; o “Popular: conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo”. Pues bien tíos: aunque la RAE no le haya dado más entidad que la que implica ser parte de un etcétera, acá se aventura la vigencia de lo “Nacional” como adjetivo sustantivante de una cultura, incluso cuando se trate de un conjunto tan diverso y expandido como el verificable en esta argentínisima jurisdicción. Es que, como ya se sabe, las fuentes de nuestra acumulación cultural “por tradición y herencia” van desde las que llegaron de los barcos hasta las bien enraizadas tierras adentro, hoy en pleno florecimiento. Es decir, el acervo amenazado por el apagón en ciernes es lo suficientemente amplio y rico como para cuidarlo tanto o más que a la industria, sobre todo cuando se lo mira desde las acepciones nacional y popular de la cultura, como la mayoría de quienes bregan por desactivar la explosiva ley 27.432.
En este sentido, las voluntades protagónicas de las convocatorias a movidas de difusión y protesta, como la del último miércoles frente al Congreso Nacional, encontraron en el llamado Frente Unidxs por la Cultura un espacio de agrupamiento que se fue replicando a lo largo y ancho del país. Entre quienes aportaron acento rosarino a ese Frente se cuenta la actriz y directora de teatro Laura Copello, que remarca que la oscura amenaza de desfinanciamiento obedece “a los sectores de derecha”, que justifican el corte de fondos que aportan a la persistencia de industria y acervo culturales en la existencia de “otras prioridades”.
“Es una falsa dicotomía, basada en pensar que la cultura no sirve. Nosotros sabemos que subsidiar a los sectores de la cultura es propiciar lo que somos todos y todas, porque es la manera de expresar lo que nos constituye”, remarca Copello, que trajina las artes teatrales también como gestora de uno de los espacios que las cobijan en Rosario, como es el Teatro de la Manzana.
Artistas y gestores subidos a distintas líneas de colectivos animan también por estos días instancias de encuentro y organización surgidas más allá de coyunturas puntuales como la de evitar el apagón, pero igual de urgentes. Uno de esas construcciones es la Red Federal de Cooperativas Culturales, que en junio de 2020 comenzó a tomar forma vía asambleas virtuales en las que se parieron posteriores juntadas presenciales como la de febrero de este año en Gualeguaychú.
Entre los objetivos más inmediatos de este espacio talla el de conformar la primera federación de cooperativas culturales del país, como herramienta de institucionalización y organicidad, propuesta presentada en diversos ámbitos y eventos del sector, como el vivido el 21 de mayo pasado en el marco de una nueva edición del del Mercado de Industrias Culturales Argentinas (Mica), montado en el Centro Cultural Kirchner (CCK).
Habrá que ver cuánto demora la Real Academia Española en sumar a los citados hasta ahora por su renombrado diccionario este nuevo maridaje conceptual que maduró en la Red presentada en el Mica: el que une a “cultura” y “cooperativa”, que alternan el rol de sustantivo o adjetivo con mucha fluidez y en un nivel de igualdad ejemplar, capaz de transformar apagones en fuegos siempre encendidos.
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