La abuela Ana, en medio de la bruma de la senilidad, reveló que su hijo desaparecido, antes de que los milicos se lo llevaran, había enterrado su biblioteca en aquel terreno de Nuevo Alberdi donde antaño había funcionado la serrería que manejaba la familia. Algunos años después, el narrador de El aserradero (UNR Editora, 2022), la última novela de Marcelo Britos (Rosario, 1970), se reúne en ese mismo predio con su prima Victoria para llevar a cabo una misión: encontrar los libros soterrados que el papá de ella había escondido como última voluntad de resistencia frente al horror. 

A través del juego, como la búsqueda de un tesoro, estos primos reconstruirán el pasado común, la infancia compartida en esta expedición que les llevará varios días en el ex aserradero. Pero no están solos, porque los acompaña Gino Chipi, el hijo del narrador, un pequeño explorador de siete años que aportará la calidez y el asombro de quien descubre un mundo en cada surco del suelo mustio, abandonado por los adultos. 

Si la biblioteca está enterrada pues entonces hay que remover la tierra, cavar pozos, y atravesar la negrura para seguir la pista de las raíces que se extienden profundas, mientras en la superficie van aflorando los nuevos brotes. La savia que alimenta este sistema son los libros, cientos de títulos posibles, conjeturales, que guardan mensajes para descifrar, a menos que los mismos libros sean el mensaje, un signo que apuntala toda la estructura. De alguna manera, es en la lectura donde se produce el encuentro generacional entre el protagonista y su pequeño hijo, avezado lector de historias escalofriantes, como también entre Victoria y su papá desaparecido: la lectura como el gran legado que alumbra tanto el pasado como el porvenir. Una vez escuché a una psicoanalista que decía, a propósito del vínculo con el padre, que los hijos, para no quedar pegados a demandas excesivas y deudas impagables, debemos hacer con nuestros padres lo mismo que se hace con el Papa de Roma: besarle el anillo y seguir. Pero no recuerdo que haya dicho nada acerca de lo que por descuido, desinteresadamente, ellos nos dan en ese ritual de pasaje. Pueden ser los colores de un club, algunas canciones, una manera de contar historias, una idea poderosa, unas banderas, una forma de perseguir deseos, obsesiones; una fantasía por realizar, cientos de libros fantasmas por leer.

La tensión de la historia se sostiene en el idilio que el personaje principal tiene con su prima Victoria. En ese sutil devaneo entre la ternura y el erotismo, continúa la saga que Britos inició en La Rote kapelle (Aurelia Libros, 2019), nouvelle con la que El aserradero comparte su nudo argumental: la construcción de la memoria individual y la colectiva, en el diálogo complejo y permanente entre la última dictadura militar y la historia personal de sus víctimas y familiares. ¿Qué es la vida de un hombre, de una mujer, en la historia grande de un país que hacen todos los hombres, todas las mujeres, en busca de una liberación? El estatuto de lo verdadero, de lo singular e irrepetible, lo da siempre la literatura, en este caso la ficción. Será que el narrador, con pretensiones de historiador (esa es su profesión), termina por hacer una novela. Una novela que a los lectores vagonetas les va a interesar por su brevedad, a los sensibles por su intensidad, a los curiosos por la riqueza de las intertextualidades historiográficas, cinematográficas y literarias que ofrece. Porque mientras los personajes se arremangan y agarran la pala, juegan y recuerdan, Britos, como el gran narrador que es, va edificando su propia biblioteca infinita dentro de la trama. 

Por otra parte, si seguimos de cerca la obra del autor, podemos advertir que en sus ficciones los personajes se reconocen en la geografía de la ciudad y se transforman con ella. Como escribió Federico Aicardi en su espacio Un mundo propio, en la narrativa de Britos “aparece Rosario como esa ciudad que sobrevive a través de los que la narran con amor y no a través de quienes repiten lo que (todos) dicen que somos”. Cuando leí A dónde van los caballos cuando mueren (Aurelia Rivera, 2015) –libro que, hay que decirlo todas las veces, inauguró esta columna– me pude imaginar a esa Rosario de fines de 1800, que sólo aparece de refilón en la novela, cuando era nada más que un lugar de paso, una plaza y una iglesia a la vera del río que se lo lleva todo. No se trata de un orgullo bobo, localista, ni de encontrarse conforme frente a lo conocido (atravieso esa plaza todos los días), más bien es un efecto contrario: es el extrañamiento de aquello que creemos conocer tanto que ya ni le prestamos atención, y cuando lo hacemos quedamos en cierto modo fascinados ante el descubrimiento. Así sobrevive Rosario, como cualquier otra ciudad olvidada por Dios, con la mirada nueva de quien la reinventa con sus propias razones y anhelos. ¿Todos ya sabían por qué el Patio de la Madera se llama Patio de la Madera? No es casual que este título, El aserradero, se sume a la colección Confingere, serie en la que UNR editora reúne obras “cuyas historias guardan a las ciudades que fueron en la ciudad que habitamos”. Y sin embargo, El aserradero no es una novela sobre Rosario, sino una ficción sobre las transformaciones necesarias para sobrevivir, como volver, y revolver; como desenterrar y sembrar. Para despedirse, renacer y, si ustedes lo permiten, seguir viviendo.

 

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