Yo no sé, no. En aquel octubre de mediados de los 60, Pedro, los viernes, cada vez que podía volvía al barrio, el mismo que hasta un año antes parecía que iba a ser su lugar para siempre. La idea era ir despidiéndose de a poco, y como en el nuevo barrio la geografía se iba modificando semana a semana, los grandes descampados de pronto ya no lo eran. Pedro temía que ocurriera lo inverso en el barrio que dejaba: que de pronto la granja con olor a fideos secos y salames de Zeballos y Callao, la panadería, la verdulería, el gran patio con el tentador limonero y el gran plátano de la calle Rodríguez que tenía un hornero que parecía el fundador del barrio, ese que estaba en una rama que se salvó de los fuertes vientos y sobre todo de las grandes podas, de pronto ya no estuvieran. 

Una tarde, pasaditas las 7, por Pueyrredón a metros de un gran aserradero, se le acercó un gato negro y en modo amistoso lo acompañó un tramo de la cuadra hasta que en un momento el felino emprendió una gran carrera hasta llegar al sitio de la gran reunión. A esa hora de la tarde, en el portón del aserradero, llegaba una señora con paquetes de alimentos y el gato en cuestión le dio la bienvenida y se alejó para ponerse a mirar fijamente un viejo auto negro, un Mustang que parecía haberse escapado de Los Intocables. Lo miraba como diciendo “Ahí hay alguien”. Pasó el tiempo, un par de años, y un viernes a la tardecita Pedro se encontró con la misma esena: la señora, los paquetes, los gatos y un negro parecido a aquel azabache que miraba al Mustang. Éste tenía algunas cicatrices sobre la cabeza, lo curioso era que miraba fijamente donde alguna vez estuvo el auto negro. Pedro se preguntó: ¿Qué estará viendo el gato que yo no puedo ver? Mientras tanto, el Bachicha, el negro gato que se mudó con él al sur de la ciudad, por las tardecitas, sobre un techo de chapa, se quedaba mirando fijamente la nada.

Para ese entonces, en el equipo del barrio tuvimos una incorporación: El Gatito Cáceres, el mismo que había jugado en la Primera de Central. Gran tipo el Gatito, delantero de pocos goles pero eso sí, siempre miraba hacia un lugar donde no había nadie cuando llevaba la pelota, de pronto bajaba la cabeza y ahí la ponía en un lugar en el que aparecía uno de los nuestros. En su mirada previa parecía decir: “Ahí hay, o va haber un compañero”.

Mientras tanto, la patria y gran parte del pueblo sufrían la más sangrienta de las dictaduras. Algunas noches, con Pedro pasábamos por la cuadra de aquel aserradero que estaba ya casi sin actividad, y eran muy pocos los gatos que quedaban. A veces nos parecía ver a aquel gato negro mirando fijamente la nada. Esas noches, nosotros también nos quedábamos por algunos segundos mirando alguna ventana de un bar, como buscando la imagen de alguna o algún compañero.

El otro día, mirando la góndola del súper, notando un vacío en el lugar donde deberían estar los fideos más económicos, Pedro me dice: “¿Sabés qué, ahí donde falta algo, en ese vacío hay algo, o alguien, o algún poder que puede ser el o los dueños de las grandes corporaciones que tienen la parte más importante de la torta en la economía. O está la falta de decisión política para que lo más esencial esté al alcance de los bolsillos de todos?” Mientras tanto, el gato de al lado del Chino mira atentamente hacia Cafferata y Riva, parece mirar la nada hasta que de pronto aparece un malón de gurises que salieron de la Santa Isabel de Hungría. Otro, en uno de los techos mira a lo lejos para el lado del río, para el lado de las islas, para el lugar donde algo hubo y donde hay en este momento algo peor.

Mientras miramos los changuitos, por la mitad en mercadería y a más del doble en su costo, Pedro, convencido de que los gatos ven algo que nosotros no vemos o tardamos en ver, me dice: “Cómo deseo tener la percepción que ellos tienen, o que la tengan los nuestros para ver aquellos peligrosos poderes invisibles del mercado. O, mejor, para avanzar y ponerla ahí donde parece que no hay nadie y de pronto aparece uno de los nuestros”.

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