Yo no sé, no. Todo o casi todo venía más o menos bien hasta que nos enteramos que la de geografía en la última semana de clases iba a pedir la carpeta. La noticia alteró nuestro ritmo cardíaco, teníamos que hacer nuevamente todos los mapas, que a esa altura del año llegaban dañados, en sólo seis días, era una carrera contra reloj. Además, para colmo, la librería del barrio que tenía todos los mapas parecía que había cerrado por vacaciones. Igual, Pedro se pegaba una corrida a la tardecita hasta Vera Mujica casi Biedma, donde estaba la librería, y ese ejercicio hizo que para el viernes, un día antes de un partido contra un equipo del barrio Puente Gallego, llegara con cansancio muscular. Hoy le dirían “sobrecarga muscular”. Eso no le quitaba el sueño, de última entraría en el segundo tiempo, la preocupación era que ese viernes por la noche, en lo de Susana, una compañera de séptimo que vivía pasando barrio Acindar, se hacía una juntada con un agregado: una competencia para ver qué pareja bailaba mejor la cumbia cruzada. Las pibas venían bien con el estado físico pero nosotros no tanto, y menos Pedro que me decía: “Si en la segunda que toquen los Wuawancó me acalambro, chau, perderé varios puntos para la meta que es conquistar a la prima de la Susi”. Ese diciembre, los albañiles le metían al laburo contra reloj y todos querían llegar a las fiestas con una pieza terminada, algún techo arreglado o un frente bien pintado. Pedro, a unos albañiles encargados de hacer la mezcla, les mangueó el gran tacho de lata dónde apagaban la cal. Ese tacho serviría para las bebidas y el hielo. 

Ese diciembre, además, nos encontraba como casi todos los diciembres: a las corridas. Eso sí, dejábamos atrás algunas cosas: ya no juntábamos para la pirotecnia y todas las monedas eran para los sánguches, los porrones, el hielo y las sidras. Y también le empezábamos a encontrar la vuelta a la cumbia cruzada. Volviendo a los mapas que teníamos que hacer nuevamente, por las dudas compramos unos papeles de calcar. De última tendríamos que recurrir a Norma, una compañera que era buena y rápida en eso de calcar mapas.

El calor de la tarde hace que las piernas estén cansadas como si hubiéramos corrido toda la semana. Venimos con Pedro y vemos unos carteles con unos precios de bebida y morfi que hacen que se nos acalambren los bolsillos. Pasamos por el club Las Palmeras y sentimos las últimas novedades de nuestra selección de fútbol.

También escuchamos que algunos jugadores de la selección de los antipatria se reunieron en Lago Escondido y que ahora están a las corridas buscando, entre otras cosas, facturas truchas. Pedro me dice: “¡Qué joda sería que las tengan que calcar!”. Llegando a Iriondo, empezamos a ver algunos precios más al alcance de nuestro presupuesto y Pedro, recobrando fuerzas por el viento que en ese momento aparece, me dice: “¡Qué bueno sería que tengamos una sobrecarga muscular normal y tiempo para la recuperación. Qué bueno que sintamos el esfuerzo en las piernas porque empezamos a marchar. Qué bueno que se nos acalambren los brazos por tantos festejos. Y, aunque no será nada fácil derrotar a esos traidores de la patria como los de Lago Escondido, yo no dejo de pensar que alguna vez nos abracemos porque por fin los hemos vencido”.

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