La necesidad de encuentros y abrazos pos cuarentena. La conquista de la Copa América. El pase a la eternidad de Diego Armando Maradona. ¿Qué hizo que nos contagiemos de la fiebre mundialista que parecía erradicada?
Cuando Diego les metió la mano a los ingleses y después se transformó en barrilete cósmico yo tenía 12 años y fui muy feliz. Tan feliz como pocas veces en mi vida. Cuando los italianos nos putearon el himno y Codesal nos robó la final con los alemanes, yo tenía 16 años y me fui orgulloso al Monumento a gritar igual por esa Selección que nos había llevado otra vez a estar entre los mejores del mundo. Cuando a Diego le cortaron las piernas en yanquilandia, yo tenía 20 años y lloré con él en la madrugada argentina viéndolo llorar a él por la tele, en un living tan oscuro como oscuro se había puesto el planeta fútbol por la traición de Havelange y los poderosos que no soportaron que Diego se les plante y hasta les arme un sindicato universal de futbolistas. Después ya no hubo mundiales que me atraparan, que me hicieran dejar absolutamente todo de lado por ver no sólo los partidos de la celeste y blanca sino todos los que el laburo de turno o mis actividades me permitieran ver. No sé qué fue lo que murió conmigo después de aquella vez en que una rubia enfermera se llevó de la mano a la mano de Dios y todo se derrumbó. Llegué a afirmar, parafraseando al recordado Negro Fontanarrosa, aquello de: “Central es mi vieja y la selección una tía lejana”.
Iluminados por el Diego
Tampoco sé, o sí, qué fue lo que pasó para volver a vivir un mundial como aquellos que me marcaron desde pibe. En el del 78 era muy chico y me habían pasado tantas cosas que no tengo recuerdos, o no los puedo pescar del fondo del baúl. El del 82 sí, tengo algunas vivencias más fuertes como las imágenes de Paolo Rossi, Zico y por supuesto un Diego barbado y sacadísimo, yéndose de la cancha y del Mundial a los rodillazos. Y por supuesto con una presencia muy fuerte –tal como reza en la parte que más me emociona el cantito tribunero de Qatar– de los pibes de Malvinas que jamás olvidaré. Del 86 ya hablamos y fue el que me hizo enamorar de la Selección y definitivamente de ese ruludo que llevaba la 10 en la espalda y la magia en el botín zurdo. Pero ahora que ya no está, aunque está más presente que nunca, volví a sentir todo aquello que hace años no sentía. Y no fue en la previa de la Copa América como les pasó a muchos y a muchas con un equipo que venía invicto y un grupo que evidentemente Scaloni supo conformar y edificar. Es más, confieso que vi la final del Maracaná sin demasiado fanatismo y ni siquiera salí a festejar.
Fue Diego, ahora estoy seguro, porque tampoco fue, aunque un poco sí, esa necesidad imperiosa de ir a recitales, previas de partidos, cumpleaños, despedida y todo lo que viniera después de un año y pico de no poder abrazarme con mis seres queridos o, por qué no, con extraños en la tribuna baja sur del Gigante. Fue Diego. Por supuesto que el equipo que supo armar Scaloni, asesinado mediáticamente por los periodistas sobre todo porteños que siempre tienen alguna camiseta puesta bajo el traje y algún que otro sobre para inflar a un posible candidato y llenarle el camino de minas explosivas al técnico en ejercicio, me empezó a seducir cada vez más, pero para mí fue Diego. También influyó que los medios hegemónicos le dieran la espalda a un seleccionado que iba ganando popularidad y hasta que Viviana Canosa comparara a Messi con los compañeros y compañeras que pelearon con su vida por un mundo mejor: “Que Messi es el mejor jugador del mundo es tan falso como los 30 mil desaparecidos”, vomitó la odiadora serial que llegó a tomar cloro en la tele por el sólo hecho de que el gobierno que le hacía frente a una pandemia era nacional y popular. Que Angelito Di María, hablando de jugadores criticados a niveles siderales, se haya transformado en baluarte y ladero del 10 también fue un incentivo porque uno siempre quiere que le vaya bien a los pibes que vio debutar y crecer y que comparten el amor por el club del cual uno es hincha.
Pero fue Diego, ya no tengo duda alguna. El 25 de noviembre de 2020, la escarapela que uno lleva clavada en el pecho, en el cuero y del lado del corazón, empezó a pinchar más fuerte que nunca. El dolor se transformó en bandera, en puño apretado, en símbolo eterno. Que este sea el primer mundial sin Diego desde que tengo uso de razón (repito, del 78 no tengo casi recuerdos) hizo que esa fiebre volviera a delirar en mi frente y en mi cuerpo. Y el domingo, después de votar en las elecciones de Central, me sentaré frente a la tele como cuando tenía 12 años y como el Diego en el cielo, con Don Diego y con la Tota, alentándolo a Lionel.
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