El in crescendo de la violencia expone abandono estatal no sólo en términos de “seguridad”. En barrios y villas también se diluye la organización militante que canalice demandas y necesidades sociales.

Ante cada nueva conmoción tipo vuelta de tuerca por balaceras y homicidios como la provocada por el caso de Jimi Altamirano, las respuestas oficiales son parecidas y se limitan a poner el foco en la coyuntura. Los esfuerzos de gobiernos y dirigencias parecen apuntar más a proteger sus estrategias de marketing electoral que a asumir la gravedad de la situación que se padece en Rosario hace ya unos cuantos años y muertes, muchas muertes, muchas más que en todo el resto de la Argentina.

El problema es que el cortoplacismo, la especulación, la mezquindad y la virtualidad propios del marketing electoral podrán ser eficientes a la hora de contar votos, pero no paran los tiros porque no suplen la presencia del Estado en los territorios donde más naturalizada está la violencia cotidiana, punta del iceberg de la también cotidiana tragedia social que padece la ciudad, en este aspecto sí similar a la del resto del “ay país, país, país” al que le cantaba el buenazo de Piero.

Esa ausencia del Estado en territorios y espacios donde urge su presencia reguladora, que en Rosario se vuelve a poner en evidencia público mediática ante cada redoble de crímenes mafiosos, suele ser señalada mucho más en términos policiales y de fuerzas de seguridad que en otros aspectos. Sin embargo, donde más se sufre la “inseguridad” es donde más se convive con la falta de empleo, salud, educación, integración social, ejes en torno a los cuales los territorios eran ocupados centralmente por la política, entendida como construcción comunitaria, expresada en partidos, movimientos y organizaciones populares que canalizaban y contenían demandas, problemas y necesidades de los vecindarios, a través de una interacción con un Estado mucho más atento a esas realidades, abierto a entender a las militancias como vasos comunicantes con el sentir de las masas, gobernado en función de un modelo de desarrollo, de un modo de convivencia, de una identidad, de un proyecto político.

Ahora todo indica que esa presencia y referencia territorial se reduce y diluye al compás de lo que le baila la dirigencia más encumbrada, que abandona paulatinamente la política, que ofrece un Estado que desaparece justo en estos tiempos de indefensión generalizada y balas que pican cada vez más cerca, que en lugar de avanzar hacia la justicia social replica estigmatizaciones contra villeros, planeros, faloperos, negros de mierda que no quieren laburar y tienen la culpa de todo.

No es joda que cuando las papas queman la política esté en otro lado, perdida en el laberinto de tuits, títulos, focus groups y good show. Vale entonces recordar que toda esa fruta que se manda todo el tiempo a veces nutre las urnas, pero para nada las panzas y las almas de los miles de guachines que andan más revirados y enfierrados que nunca, con cada vez menos que perder, casi sin alternativa.

Y mientras, los jefes toman whisky con los ricos.

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