Yo no sé, no. Cuando después de seis meses maso, en los cuales nos habíamos acostumbrado por ausencia de electricidad a disfrutar al máximo la luz del día, a cuidar las pilas de la radio y a que hubiese siempre querosén en las lámparas para hacer la tarea a última hora, Pedro sostenía como argumento que hacer la tarea un rato antes de ir a dormir servía para que los conocimientos te quedaran en la cabeza listos para el día siguiente. Después de esos seis meses vimos cómo las veredas que sólo tenían los hoyitos para jugar a la boli, de un día para otro tenían otros hoyos más grandes que anunciaban la inminente llegada de las columnas que sostendrían el cableado de la electricidad, un hecho que entre otras cosas nos estiraría el día, nos alumbraría el último partido en la calle, la última escondida y el último ladrón y poli.

Mientras tanto, cerca del tambo, había un pedazo de terreno al que íbamos a patear pero le faltaban, para ser una canchita, por lo menos dos palos para hacer un arco. Con sólo dos palos sería suficiente porque al travesaño lo haríamos con un piolín. Y para arrancar era suficiente un sólo arco, en el que no habría casi ninguna jugada por discutir, mientras que el otro seguiría siendo hecho con la ropa como para que se siguieran sosteniendo las más acaloradas discusiones tales como “si fue alto” o “si pegó en el buzo y entró”. Se ve que lo de que estábamos buscando unos palos para los arcos de la nueva canchita llegó a oídos de algunas vecinas porque a la hora de la siesta, al vernos pasar, se quedaban custodiando en sus patios los que sostenían el tendido de la ropa.

Por esos días, el lugar para algunas citas era el banco más cercano al mástil de la plaza Galicia, de la diagonal sudoeste. Pedro sostenía que en los bancos que daban por Biedma, te veía todo o casi todo el mundo. Con sólo que pasara el 52 y te junaran con alguna piba, vos “ya estabas de novio”, y en el caso de las pibas, aparecía ese “andás noviando” que llegaría muy rápido a los oídos de sus padres. Así que cerca del mástil era “el” lugar. Ya había pasado la mitad de Junio y ya teníamos los dos arcos de palos, inclusive nos había sobrado uno con el que Manuel quería hacer un mástil. “Mejor cuando tengamos una bandera”, le respondimos mientras volvíamos por Quintana con un par de panes caseros que cerca de lo de don Mauricio una señora hacía con o sin chicharrón.

Al rato, cuando las luces de la calle se iban prendiendo de a poco, Pedro, mientras guardaba una figura de Manuel Belgrano para pegarla en el cuaderno, pensaba que el lunes, al lado del mástil de la escuela, estaría la piba que a él le gustaba como escolta de la bandera y, antes de despedirnos, nos dijo: “El barrio está lleno de mástiles y tenemos bandera, sólo hay que izarla lo más alto posible”.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 17/06/23

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