Lo despiertan unos golpes en la puerta del calabozo. Ya es de día pero todos están durmiendo, probablemente por la tensión que han vivido la jornada anterior, al ser detenidos.

Del otro lado de la puerta, una voz reclama: ¡Sandoval, Diego Armando!…

¡Soy yo!…, responde, sin fuerza.

¡Levántese, ordena la voz, y venga conmigo!…

Perplejo, se pone de pie y sale. Los demás lo miran con curiosidad y extrañeza, acaso pensando que nada bueno le aguarda.

Pero no es así. Un policía lo conduce hasta una oficina donde lo está esperando el mismo abogado que lo sacó la vez pasada, cuando El Mencho le mandó a los de drogas peligrosas. 

¡Sandoval, querido!…, lo saluda, efusivo, el boga. ¡Siempre tengo que venir a rescatarte!…

¿Lo mandaron de nuevo, doctor?…, quiere saber.

¡Menos pregunta Dios y perdona, Sandoval!…, le contesta el otro, matándose de risa. ¡Vos acordate de lo que te dije la vez pasada: por suerte tenés buenos amigos!…

Si usted lo dice…, responde, incrédulo.

¡Pero sí, mi viejo!…, insiste ese hombre siempre vestido de manera impecable. ¿Sabés una cosa?… ¡Todos ustedes están bien al horno!…, continúa. ¡Se mandaron un flor de moco, y el goberna se las puso como él sabe hacerlo!…

Ahora ya están en la calle. El abogado lo acompaña poniendo una mano sobre su hombro, de manera paternal. Después de cruzar la esquina se detiene, porque va a subir a un auto lujoso que dejó allí estacionado.

Es así, Sandoval, le dice el doctor. Mirá, de la acusación que les hizo no los salva ni Cristo. ¡Ni Cristo!… ¿Entendés?…, lo interpela, enfático.

Abre la puerta del auto y se sienta, detrás del volante. Pone el motor en marcha y cuando está por arrancar prosigue: ¡Pero todo hombre tiene su precio!, estallando en otra carcajada. Y en el momento en que el auto comienza a andar, agrega a los gritos: ¡Por eso, dale gracias a Dios que hay alguien capaz de pagar por tu libertad, Sandoval querido!… ¡Porque, te aseguro, que estés aquí afuera no salió para nada barato!…

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