Por la avenida, a eso de las diez de la mañana, camina hacia el norte arrastrando un carrito.

Cuando llega al lado de un container se detiene, levanta la tapa y se pone a revolver. Es una tarea lenta y a la vez meticulosa, ya que primero revuelve la basura separando lo que no sirve de lo que sirve y después saca las cosas que puede aprovechar: cartones, botellas de vidrio, algunos metales que venderá por la tarde en ese playón donde todos los días le pagan unos pocos pesos por esa mercadería, a él y a los demás cartoneros.

A pesar de saber bien los lugares donde están los containers, camina con la mirada perdida. La ciudad sigue siendo la misma, una proliferación de vehículos, peatones, sonidos, movimientos de gente en los negocios y bares que enmarcan la extensa avenida, susurros y gritos que nadie percibe.

Por ella avanza arrastrando el carro, por ahora no tan lleno como lo estará más tarde. Eso le permite una velocidad que después habrá de menguar, al inundarse el carrito de deshechos que, para el alma comercial de la ciudad inhóspita, son también objetos dotados de valor de uso y de valor de cambio.

A él, nada de eso parece importarle. Ahora no es más que un ciruja, un cartonero que, como tantos segregados sociales, deambula por las calles impiadosas de esa urbe que lo vio nacer, crecer, y empezar a morir, sin haber atravesado todavía lo que se suele llamar juventud.

No lo piensa ni lo sabe, pero no hay diferencias entre esos residuos que va recogiendo y lo que ahora es él.

FIN

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