Yo no sé, no. Pedro estaba invitado al cumple de Mónica. Ella vivía pasando barrio Acindar, donde casi todos los días el canto de los pájaros se mezclaba con el ruido de los pequeños talleres. Esa mezcla hacía una música muy particular. El tema que le daba vueltas en la cabeza a Pedro era si le regalaba una cajita de música o un póster. En un local de la galería Mercurio había visto unas cajitas de música que por cierto eran distintas, diferentes a todas las que había visto hasta ese momento. Pedro se decidió y un día, con Carlos, se fue para dicha galería y compró dos cajitas. Cuando volvían, le dijo a Carlos que mantuviera el secreto, pero se enteró Manuel. Y hubo que enseñarle a todos una de las cajitas. 

Raúl, cuando la vio, dijo que le hacía recordar la que llevaba un fotógrafo ambulante que un día pasó por el barrio, justo cuando esa semana había pasado un cirquito que se había instalado por Iriondo, entre Riva y Quintana. Ese fotógrafo, aparte de la gran cámara de fotos, llevaba una caja a la cual le daba cuerda y salía música. Mientras tanto, Tiguín, al otro día, se apareció con una caja de lata con llaves, pinzas y alguna que otra bujía en su interior. Él decía que de esa cajita a veces salía una música, la que a él más le gustaba: el ruido que hacía una vespa que estaba preparando para ir a hacer cross en las montañitas de la Vía Honda. Pií tenía una caja de madera, a la que se negaba a decirle cajón. En su interior, aparte de llevar algunos elementos cortantes, llevaba uno o dos revólveres que él mismo había hecho, de madera. Y a veces sentía que de su interior salía música de película de cowboys. Manuel, a la hora de ir a jugar a las bolis, se aparecía con una caja de cartón, a cuya tapa le había hecho dos agujeros. Él decía que aparte de las figus, algunas veces salía música, pero en estéreo. José nos dijo una vez que en la tapera que estaba cerca del tambo del Tito, en el fondo había como un “ser” abrazado a una cajita, y que algunas noches, de esa cajita salía una música que quien la escuchaba quedaba como en una especie de encantamiento. Y agregaba: “Por eso es que las vacas que no se duermen y se pasan escuchando esa música, al otro día, a la hora del ordeño, son las que más leche dan”. 

Un día, volviendo por Lagos, entramos al barrio por el callejón que arrancaba a la altura de Centeno y después pegaba una curva. Estaba tan oscuro que, en un momento, a Manuel lo perdimos. Manuel venía con la caja de las figus y de repente empezamos a escuchar una música mezclada con un grito de cancha y algunos goles. Y también el piar de algunos pollitos. Ahí supimos el porqué de los dos agujeros: Manuel, a determinada hora, se llevaba unos pollitos en esa cajita. 

Pedro se fue al cumple y le regaló una de las dos cajitas a Mónica. La otra quedó con él. Y en esos momentos, cuando esa soledad no es tan amigable, Pedro abre esa cajita, que curiosamente siempre está cargada de cuerdas. De ella, sale no sólo la música original, sino algún tema de los Wawancó, de los Pasteles verdes, de Leo Dan, de Serrat, de Favio y de Roberto Carlos. A veces suena, de fondo, el ruido de aquella Vespa o la música de la tribuna invisible que casi todas las canchitas del barrio tenían. A veces también se parece oír, aparte de la música de un western, un “pjjjjjj… Juan, al otro pan! Juan, pan! Juan Carlitos, pan pan! vaquitas”. El otro día, cuando vio por la tele esas cajas que se llaman urna, Pedro pensó y deseó: “Ojalá que dentro de unos días se llenen con los mejores recuerdos, con los mejores lugares para que, posteriormente, cuando se abra, salga como resultado la más maravillosa música del pueblo gritando «seguimos teniendo patria»”.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 18/11/23

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