Yo no sé, no. El partido que estábamos jugando en la cancha de Acindar de pronto se puso picante. Era un amistoso al cual fuimos invitados para hacer la previa a un gran partido entre los de barrio Plata contra los del Puente Gallego. El partido nuestro era como de relleno, tranqui, hasta que Manuel raspó a uno mal y de atrás. Se lo querían comer y como lo protegíamos, los rivales nos entraban duro a cualquiera de los nuestros. Carlos lo sacó a Manuel, para tranquilizar la cosa. Al rato, Manuel estaba al lado de una que vendía cosas caseras cuando había partidos, soplando una empanada que al parecer estaba caliente o picante, o las dos cosas a la vez. Cuando volvíamos y dábamos la vuelta por atrás de la fábrica Acindar, Manuel dijo, mientras nos mostraba un papelito grasoso: “Aquí tengo la fórmula”. Y ante el silencio del grupo, no dijo más nada. Lo que pasaba era que aparte de estar enojados con él, casi todos veníamos prestando atención al camino pues por ese lado del barrio había unas plantas que parecían radichetas salvajes pero eran ortigas re picantes que te dejaban ardiendo cualquier parte de las piernas en la que sufrieras el más leve roce. 

Pegado a la vía, cerca de Cafferata, en una de las ramas del último eucalipto, había una banda de nidos de barro de una colonia de avispas que, al sentirse molestadas, se ponían re picantes y había que estar atentos. Más adelante, sobre lo que hoy es Cagancha, por donde estaba la bien cuidada cancha de bochas, se sentía un olorcito a empanadas hechas con bastante grasa que parecía que iba a durar para siempre. Tiguín se detuvo y todos con él. Levantó un poco la cabeza y dijo, mientras su nariz hacia lo suyo: “Me parece sentirlas en la boca, son como el rugir del motor de una 1100, re picantes”. Raúl, mientras nos mostraba unos puta parió que estaban en una maceta, dijo: “Estoy seguro que acá, al relleno le ponen un poco de esos picantes”. José, aprovechando que tenía los brazos largos, se estiró y sacó un par. “Pa el chimichurri del asado de la obra”, dijo.

Pedro y Alfredo estaban reunidos con Laura, Isabel, la Susi y Miguel. Tenían que preparar una clase de la Semana de Mayo, previa al 25, y se hacían los historiadores para impresionar diciendo que French y Beruti “seguro que junto a las cintas azul y blancas y algún que otro fierro, también repartían empanadas picantes”. 

El viernes de esa semana, Manuel y Juancalito venían por Biedma con 200 gramos de pasas de uvas, un paquete de sal y otro de grasa, y Manuel, aprovechando que el abuelo había comprado una cocina a gas de garrafa casi nueva, prometió hacer empanadas. Para ese entonces el grupo estaba dividido entre los que las querían dulces, saladas, al horno o fritas.

El barrio estaba tranquilo, o eso parecía, como el país. Pero en ese año, algo caliente y picante pasaría, algo por abajo se estaba amasando. El sábado por la tarde, la madre de Pedro, después de ver Doña Petrona, nos dejó ver un capítulo de Los Intocables en el que al picante de Alphonse Gabriel Capone (Al Capone) lo tenían acorralado. Al rato nos fuimos a la vereda y apareció Manuel con un paquete de sus caseras empanadas a las que le entramos después del último Colorado que iba de mano en mano. 

Las primeras eran intocables por lo calientes, al rato, las que podíamos agarrar, media lengua te dormían. Mientras tanto Manuel, decía: “Ni dulce ni salada, al horno y picante mientras la garrafa aguante”.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 04/05/24

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