Tengo guardada en la casa de mis viejos una carpeta roja con varios folios llenos de papeles. Son de esos fines de los 18 años, principios de los 20, 21, y en su mayoría son folletos, revistas impresas, artículos periodísticos, entrevistas. Es una carpeta donde guardaba cosas que me interesaban porque conjugaban algo que buscaba: el periodismo, la palabra escrita y la militancia. En esa carpeta tengo un ejemplar El Eslabón. No es el primero en el que escribí. Tampoco el primero que tuve en la mano. Sí, es el que tengo el recuerdo clarísimo de que me lo dieron en la mano un 24 de marzo, entrando al Monumento a la Bandera. La nitidez está en la sensación de haber encontrado lo que buscaba. De decir: ese es mi lugar. Hasta allá voy.

Tuve muchas escuelas de periodismo y no quiero ser injusta con ninguna. Muchos maestros y maestras que amo profundamente y que se mezclan entre la familia, la amistad y el compañerismo. Pero mientras escribo esto, me sale decir que probablemente la coope, El Eslabón, fueron mi gran refugio y escuelita. Mi paso por la universidad. Un lugar al que llegué un día de lluvia torrencial a una entrevista laboral –risas generalizadas mientras tecleo– y en el que fui recibida por el gran Juane Basso, una persona que yo admiraba y que esa tarde me habló por aproximadamente tres horas (no, no fueron tantas, pero bien saben que podría haber sido así), y me dijo que bueno, que vaya cuando quiera, que arranque. Así, sin vueltas. Las puertas estaban abiertas. Eso es lo primero que me propuse aprender de él y del trabajo en la cooperativa: la generosidad del proyecto.

El Eslabón fue el lugar de hacer y aprender con gente que sabe. Pero grosos-grosos. Si ven pasar las páginas de nuestro periódico y las firmas, entenderán lo que digo. Para mí fue un placer encontrar mi nombre junto al de ellos y ellas, tener la posibilidad de discutir a la par los temas del semanario, que me corrijan, y después no sólo eso, sumarle ser la coordinadora de esas firmas, sus propuestas, mis propuestas, los caracteres designados y el diálogo permanente. 

El placer mayor fue sin embargo encontrarme en un lugar que refutaba todo lo que la universidad me había enseñado. En nuestro semanario es tan importante estar en la calle, ir a las fuentes, poner bien las comas y las tildes, como dejar bien en claro dónde estábamos y estamos parados. Objetividad, las pelotas. Es tan importante cumplir con la imprenta como encontrar un título de tapa que nos cierre a todos: periodistas, diagramadores, fotógrafos y lectores. Los de la redacción son los recuerdos más maravillosos: la ñoñada propia del oficio en una mezcla de compañerismo y jolgorio absoluto.

Obvio no era todo tan así. Queridos lectores y lectoras, sepan primero que nunca dejamos de putear por nuestra desorganización interna y lo difícil que es para todos sostenernos económicamente. Y sepan después que recibí en 2019 un llamado de Juane ofreciéndome la dirección de El Eslabón. Imagínense, me acuerdo de una felicidad indescriptible. Todavía la siento. Pero era 2019 y eso significó dirigir a un montón de varones y varias mujeres en pleno auge del feminismo y la oleada verde-violeta. Mis contradicciones, las de todos, todas y todes, se pusieron en debate todos los días. Costó. Cuesta. Costará. Volví llorando o enojada un par de veces (muchas veces). De ahí nacimos las Femimasas: chicas haciendo catarsis. Mi abrazo a todas las que estuvieron ahí.

Hoy lo veo a lo lejos. Esa también fue una escuela y creo que a la larga ahí también fuimos felices. Muy. Me quedo con algo: después de pensar y re-pensar y putear y enojarnos, nos sentábamos alrededor de la mesa, compartíamos unas latas, una coquita, el almuerzo, y no dejábamos de tener la misma sensación. Esa es nuestra casa, estos son mis compañeros, mis compañeras.

No sé realmente cuánto llevo en la Cooperativa. Si en algún momento se está del todo o si en algún momento nos vamos del todo. Para mí aún es imposible hablar en pasado de La Masa y El Eslabón, incluso a varios kilómetros de distancia. Mi sensación y seguridad es que cualquier día puedo entrar a la redacción –sea física o virtualmente– y fluir como si nunca hubiese dejado de ir, siquiera de vivir en Rosario. Mientras tecleo siento la naturalidad total de escribir para El Esla –ver que son muchos más caracteres que los que me pidió el Santi– y que no me molestaría tanto, no, tanto no, para nada, volver a tocar el timbre, o mandar un wasap pidiendo que me abran, buscar una silla sana, un teclado lindo, sentarme a escribir, reirme sin parar, sentir la adrenalina del tiempo que corre y volver a casa con la certeza de que otra semana más lo hemos logrado. Salimos, y en papel.

Publicado en el semanario El Eslabón del 07/09/24

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