Yo no sé, no. Un humito, que desde muy temprano aparecía detrás de las primeras casillas, nos indicaba que la abuela de Mario –así la conocíamos: como “la abuela de Mario”– ya estaba mateando o a punto de poner en la olla no sé qué elemento para hacer el cocido santiagueño para el almuerzo. En la casilla de adelante vivía Moncho, un correntino también apegado al brasero tempranero, y al lado unos cordobeses, varios cordobeses, de Río Cuarto, de Guatimozín. A media cuadra volvían los correntinos y ahí estaba la abuela de Leoncio, una correntina brava que tempranito se preparaba su fueguito.
Un fueguito que iluminó rostros trigueños, como los del barrio, fue aquel del día en que al anochecer se hizo la Marcha de las Antorchas, que debía terminar en el Cristo y que, por temor a algún enfrentamiento, terminó en Córdoba y Entre Ríos, donde se colocó una placa que decía “Eva Perón”, tal como se llamaba antes la misma calle Córdoba. Un año después, militando en una villa del oeste de Rosario, Pedro y los compañeros conocieron a un vecino “made in” Catamarca, y al que por supuesto llamaban: el catamarqueño. Y nos parecía raro porque conocíamos gallegos, italianos, chipriotas, africanos, franceses, pero era la primera vez que la inmigración interna nos hacía conocer a un catamarqueño.
Parte del barrio, aparte de por los tanos de la calle Biedma y los turcos y árabes de la calle Quintana, se fue poblando de bolivianos, paraguayos y algún que otro peruano o brasilero. En el pasaje Moss casi Rioja, en el patio del fondo, la abuela Aitti también avivaba tempranito el fuego del brasero. Aitti parecía haberse trasladado con esa costumbre desde el polo norte para prepararse los primeros amargos. Había llegado acá, no sé si escapando de la miseria antes de la primera guerra mundial, o del hostigamiento que –desde San Petersburgo– los cosacos le hacían sentir a esa campesina finlandesa.
El otro día, cuando veíamos las imágenes tan crudas en las que Europa y las potencias, después de haber pateado países como si fueran hormigueros se negaban a aceptar a la muchedumbre espantada, fundamentalmente por la guerra. Pedro me hacía acordar que tanto los gallegos como los árabes, los judíos y los escandinavos del pasaje de la abuela llegaron pero pensando en volver. Llegaban pero querían volver. Hasta que un día, quizás cuando los cabecitas ganaron la Capital y poniendo las patas en la fuente empezaron a hacer suya esta patria, empezaron a sentir que esta tierra los empezaba a reconocer como propios. Y ya no pensaron tanto en volver.
Recuerda Pedro que una mañana Aitti estaba, como todas las mañanas, alimentando su fueguito y que sus ojos eran de tranquilidad, como los de aquellos que están en casa. Esos ojos que se empañaban de lágrimas cuando recordaba a Evita o cuando se preocupaba por la vida de Perón. Esos ojos que se entusiasmaban jugando a la quiniela clandestina y que casi todos los domingos brillaban de contentos, como su corazón, cada vez que ganaba Central.
Fuente: El Eslabón
Eduardo harreguy
12/09/2015 en 13:52
Conmovedor relato compañero.muchos de los que vinimos a esta generosa tierra no nos queremos volver a nuestros lugares de origen.palabra de uruguayo
adhemarprincipiano
13/09/2015 en 13:24
Y continua el largo «cacareo» de la politica consumista, impuesta por el gobierno popular burgues, sin autocritica, sin imaginacion, y sometidos al regimen militarista, para la libertad aun falta mucho?