Foto: Franco Trovato Fuoco.
Foto: Franco Trovato Fuoco.

“Los afrikaners mantienen hoy que Sudáfrica es un país que les pertenece por entero, pues cuando ellos llegaron, éstas eran tierras de nadie. Es una vieja mentira que los colonialistas, desde los de América hasta los de las islas de Oceanía, han propagado durante años”. Ryzsard Kapuscinski, “La guerra del fútbol”.

Hace algunas semanas un grupo de productores rurales argentinos eligieron el Monumento Nacional a la Bandera como lugar para proclamar la disconformidad del “sector” con el gobierno nacional. Enviado por el eslabón al evento, tuve la chance de escuchar una frase: “Nos persiguen con la ley de herbicidas, con la ley de desmonte…”. Sería bueno analizar el sentimiento que pudo haber impulsado esas afirmaciones.

Comencemos por el actor. No importa la persona, el individuo, interesa la especie: el grupo a quienes representa ese orador cuando hace uso de la palabra en público durante una protesta ¿Qué grupo de pobladores rurales puede sentirse perseguido por leyes que intentan cuidar al campo y a sus habitantes? Para no perdernos en la compleja cartografía de lealtades que une al empleado con su empleador replanteemos la pregunta: ¿Qué grupo de pobladores rurales pueden sentirse molestos por la imposición de leyes, por la presencia de la política de Estado?

Imaginemos a un peón que se enoje porque el Estado no le permita a su patrón pedirle que trabaje 24 horas diarias, sin aportes, sin cobertura médica, envenenado, sin vacaciones ni feriados, sin contrato y casi sin sueldo. El peón, el trabajador rural, el empleado agrario, está acostumbrado a las leyes, si no vienen del Estado vienen del dueño del campo, pero están, siempre. El que no está acostumbrado a recibir directrices es el terrateniente.

El terrateniente argentino y su sentimiento de soberanía son el destino de mi inquietud. ¿Qué consecuencias tiene que una parte de la ciudadanía argentina sienta que representa la verdadera y única esencia del ser nacional?

Elijo algunas que no nos obliguen a remontarnos más de 50 años atrás: No se les puede exigir tributo. Al pensarse a sí mismos como el único motor y el sostén de la nación, es lógico que sientan que cualquier carga impositiva es un despojo y un abuso. No se los puede legislar, sus terrenos y su propiedad sobre los mismos se enclavan en lo más hondo de nuestra historia, sus campos son un reino dentro de un país. Por esto, tampoco se los puede cuidar, la sociedad civil no sabe de lo que habla cuando pide cosas como abandonar el monocultivo, proteger los montes y ser responsables con los agrotóxicos; y porque no sabe de lo que habla se expone, inocente y rebelde, a consecuencias potencialmente catastróficas, como la “baja rentabilidad”.

Otra consecuencia es el rol que nos toca a los argentinos urbanos (si es que existimos como tales) que habitamos a título de préstamo o alquiler los dominios del pater familias nacional. Somos infantes, bajo el ala de un grupo mejor dotado, que dice cómo se hacen las cosas y no escucha mandatos, sólo sugerencias. No importan siquiera los argumentos científicos, la función de definir la realidad está reservada a nuestros patriarcas, quienes son los únicos, más allá de la ficción democrática, que están capacitados para dirigir los destinos del país. Ese gobierno antiguo, autoevidente y patriarcal, pero oculto territorio adentro, lejos de nuestro fango civil, no puede sino ser “sano”, “bienhechor”, “absoluto” e “indiscutible”.

La peor de las consecuencias es que cuestionar dicho poder implica una respuesta ejemplificadora. No importan los medios: se utilizarán balas contra los empleados de la Afip, corridas cambiarias contra los “parásitos urbanos”, cuarteles contra la democracia… porque lo que está en juego es “todo”, lo que está en juego es El Poder.

Todo esto me hace pensar en los afrikaners, aquellos colonos abandonados por Holanda en Sudáfrica a mediados del siglo XVII, cuyo ideal era tener tanta tierra que le resultase imposible ver la casa del vecino más próximo y ejercer la absoluta soberanía sobre lo que consideraban sus dominios. Este grupo de holandeses, alemanes y franceses, se creyeron dueños de África. Hasta que en 1806 otro grupo de europeos tuvo la misma idea y la paradisíaca Colonia del Cabo pasó a dominio inglés. La población nativa, los xhosas no fue consultada sobre la propiedad de esos territorios, pero la historia es larga y el final es negro. El imperio británico, presionado por la opinión pública, suprime la esclavitud en 1836. Cuenta Ryzsard Kapuscinski que los afrikaners se vieron perjudicados en su economía basada en el laburo esclavo y en su moral, ya que su religión, el calvinismo (por el cual debieron rajar de sus propias tierras y afincarse en África) afirma que “Dios creó al negro para ser esclavo”.

Ante este panorama de desazón, cambio de reglas de juego económicas y mandatos espurios, los afrikaners comienzan a fugarse al interior del territorio sudafricano, con sus petates, entre los cuales había muchos seres humanos. Una de las participantes de estas caravanas, conocidas como treks, escribió en su diario: “Preferimos huir, antes que renunciar a nuestra fe en la pureza de la raza”. Así llegaron hasta Mozambique dejando, para no perderse, un rastro de sangre nativa.

Tras el fin del apartheid, con la verdadera democracia, la minoría sanguinaria blanca y pura ha quedado reducida a una entelequia económica, desprovista de buena parte del poder político, que pasó a manos de los negros, que siguen siendo pobres pero dueños de su patria.

Fuente: El Eslabón

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