Viernes 4 de diciembre, 22 horas, Complejo Cultural Gran Atlas. Liliana Herrero –sentada junto a su guitarrista– elige “El tiempo está después” (Fernando Cabrera) para abrir su recital. “… un día nos encontraremos / en otro carnaval / tendremos suerte si aprendemos / que no hay ningún rincón / que no hay ningún atracadero / que pueda disolver / en su escondite lo que fuimos / el tiempo está después”. En una presentación accidentada –audio, iluminación– más allá del esfuerzo de los organizadores y de la excelente predisposición de Herrero, la cantante dice algo así como “se está hablando de resistir; no, hay que hacer quilombo, hay que hacer quilombo”.

Sábado 5, Plataforma Lavardén. Se presenta “Desencajados”, el espectáculo de Darío Sztanjnszrajber. Lucrecia Pinto interpreta el mismo tema, pero el cierre de la canción queda para el filósofo. De pie, frente al público, va desgranando cada palabra: “Tendremos suerte si aprendemos que no hay ningún rincón que no hay ningún atracadero que pueda disolver en su escondite lo que fuimos”.
Marca un punto y aparte y, con un ademán de prescindencia respecto de lo que viene, remata: “El tiempo está después”.
En el fin de semana largo, YouTube mediante, escuchamos algunas versiones más –Drexler, Prada, Perota Chingó– y una vez más eso de “… no hay ningún rincón que no hay ningún atracadero que pueda disolver en su escondite lo que fuimos”.

Miércoles 9, la Plaza vibra. Cristina habla y en cada párrafo da pie para alguna consigna. La simpleza del “vamos a volver, vamos a volver” –que ya cantábamos por el 86, 87– compromete la voz de cientos de miles de compañeros. Saltamos como loco, contradiciendo el almanaque, la erosión de las articulaciones y el cansancio del viaje, la falta de descanso y la bronca acumulada.

Foto: Manuel Costa.
Foto: Manuel Costa.

Termina de hablar Cristina. Sigue el “vamos a volver, vamos a volver”. Grupos de diez, quince compañeros, se funden en un abrazo, juntando las cabezas gachas y se dicen algo –¿una promesa, un juramento?–; algunos no pueden contener las lágrimas. Y un compañero, que ha saltado y cantado durante horas, se toma la responsabilidad de consolar, de convencer a cada uno. A cada uno, lo juro. Le dice cosas como “Vamos, compañero, nos bancamos la dictadura, resistimos en los 90, ahora estamos mucho mejor”. Les habla de aquellas Marchas Federales, de ese cantito de “a vos te queda poco, Chupete botón, te cortamos las rutas, te paramos el país…”. Donde ve un gesto de abatimiento, suelta ese noble entusiasmo militante que uno le conoce de hace décadas.

Foto: Franco Trovato Fuoco
Foto: Franco Trovato Fuoco

Entonces, vuelvo a eso de: “Tendremos suerte si aprendemos que no hay ningún rincón que no hay ningún atracadero que pueda disolver en su escondite lo que fuimos”. Y miro viejos que han sido “los únicos privilegiados” de los primeros gobiernos de Perón; miro veteranos, que fueron de la “Gloriosa Jotapé” y seguro han cruzado el río Matanza para ver regresar al General; cuarentones que se plantaron de manos en los 90; los pibes de ahora que son insuperables: puro huevo, pura pasión.

Estamos en nuestra Plaza. Acá, poco más de 70 años atrás dimos el mayor testimonio de amor y lealtad que haya dado movimiento político alguno. Es la Plaza de las Madres –como Hebe, a la que tanto les gusta insultar; y de Estela, que también se ha comido agravios– y es la Plaza de diciembre de 2001, cuando De la Rúa se cargó a casi 40 argentinos, se las tomó en helicóptero y la historia intentó absolverlo mostrándolo como un inepto, cuando en realidad fue un represor, un perverso.

Foto: Franco Trovato Fuoco.
Foto: Franco Trovato Fuoco.

Nada, nadie puede disolver lo que fuimos, lo que somos y lo que vamos a ser siempre.

Y pienso: “Tendremos suerte si aprendemos que no hay ningún rincón que no hay ningún
atracadero que pueda disolver en su escondite lo que fuimos”.

El tiempo, el tiempo está después.

Foto: Franco Trovato Fuoco.
Foto: Franco Trovato Fuoco.

Fuente: El Eslabón

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