El secretario de Derechos Humanos de la Nación, Claudio Avruj, publicó en el diario La Nación –empresa periodística de inequívoca complicidad con la dictadura– una opinión sobre el cuadragésimo aniversario del Golpe de Estado de 1976, en la que traza los límites del gobierno de Mauricio Macri en relación a aquellos hechos. Condena al terrorismo de Estado; la descripción de su ilegal proceder; el avance del enjuiciamiento a los culpables de los crímenes contra la humanidad; reivindicación de la tarea de Madres y Abuelas. Todo forma parte del artículo. Y también un estruendoso silencio sobre las consecuencias económicas y el modelo de país forjado por las Fuerzas Armadas, puestas al servicio del capital financiero local y extranjero.

Dice Avruj en la edición del 22 de marzo de La Nación que “el 24 de marzo conmemoraremos 40 años del más dramático golpe de Estado que sufrió nuestro país, que instauró una serie de gobiernos que violaron todos los derechos y garantías, en un plan sistemático llevado a cabo por la Fuerzas Armadas con complicidades civiles que buscó el aniquilamiento de toda oposición, disenso, todo pensamiento crítico, materializado en detenciones ilegales, torturas, asesinatos, robos de bebés nacidos en cautiverio y la desaparición de personas por cuyo paradero se sigue reclamando”. Agrega que “aprender las lecciones de la historia exige más que un acto de recordación. Es recordar a las víctimas y repudiar y castigar a los victimarios”. También, sigue el secretario de Derechos Humanos, “es reconocer la lucha de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y de muchos otros organismos de derechos humanos”.

Las palabras de Avruj dibujan las fronteras de la cartografía macrista en relación a “lo aceptable” en cuanto a la crítica oficial a la última dictadura, cuyo repudio es mayoritario en la sociedad argentina desde hace varios años. No es poco. Y muestra que Macri es más inteligente –o pragmático, o las dos cosas– que los editorialistas del mismo diario La Nación, que un día después de que el empresario ganara las elecciones presidenciales en el balotaje le reclamaron la finalización de los juicios a los represores, que a pesar de respetar todas las garantías constitucionales consideran “venganza”.

Macri no aceptó esa invitación a proveer, otra vez, impunidad a los criminales de Estado. El ex subdirector del mismo periódico, José Claudio Escribano, se la había hecho a Néstor Kirchner cuando ganó las elecciones de 2003, con estrepitosos resultados para el lobbista mediático. La sociedad argentina repudia con firmeza aquellos hechos y exige su sanción judicial. No hay márgenes políticos –y si los hay son muy estrechos– para extender otro manto de impunidad sobre los responsables penales del terrorismo de Estado. Un costo alto e inútil, que no posee recompensa política.

Avruj dice en La Nación que el golpe de 1976 “desestabilizó el sentido común: quien está destinado a cuidarnos, proteger nuestros derechos, se convirtió en un delincuente que torturó y asesinó en forma clandestina, callando y ocultando”. En sigilo, el 14 de enero había recibido a los integrantes del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), en un solapado intento por revivir la teoría de los dos demonios. Su superior, el ministro de Justicia Germán Garavano, dijo que el Gobierno garantizará la continuidad de los juicios por delitos de lesa humanidad, aunque enseguida aclaró que en el orden de prelación oficial se ubica al tope la persecución penal de “la corrupción”.

Mientras tanto, el titular del Banco Central de la República Argentina, Federico Sturzenegger, despidió a los empleados de la Subgerencia de Derechos Humanos de la entidad, que colaboraban en las causas judiciales que investigan los crímenes de la última dictadura, y a empresas y bancos que participaron de ese proceso.

Como escribió Rodolfo Walsh en su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, en referencia a los crímenes de la dictadura, “estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren”.

“En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”, puntualizó el periodista militante.

Las consecuencias económicas de aquella aventura cívico-militar –que abrió el ciclo neoliberal y de endeudamiento externo luego profundizado durante el menemismo– representan el límite del discurso macrista en materia de repudio a la última dictadura.
Son conocidos los beneficios obtenidos y el crecimiento logrado por el Grupo Macri durante este período. Pasó de contar con siete empresas en 1975 a cuarenta y seis en 1983, parte de su deuda en el exterior fue estatizada en noviembre de 1982 por el Banco Central mediante un seguro de cambio, beneficio extendido a la cúpula empresarial argentina –tanto de firmas nacionales como extranjeras–. En 1979 el brigadier Osvaldo Cacciatore, intendente de la Capital Federal, le otorgó a través de Manliba la concesión para la recolección de residuos, que se prorrogó en varias oportunidades. En esos años, el holding Socma (Sociedades Macri) se constituyó como uno de los grupos locales que conformó la llamada patria contratista, que alimentó su crecimiento mediante contratos con el Estado.
Aun con sus particularidades, la historia del grupo no desentona con la de la “burguesía nacional” parasitaria, fundadora de un capitalismo prebendario como condición para su crecimiento sin riesgos.

En un programa de Bernardo Neustadt al que fueron invitados Franco y Mauricio Macri, el periodista le pregunta al hijo mayor del fundador del grupo: “Cuando yo digo patria contratista, ¿te sentís bien o mal?”. Mauricio responde: “Me siento directamente involucrado porque soy parte de ese sector al cual se lo llama, mal llama, patria contratista. Nunca nadie es por sí solo culpable de lo que pasa, son un poco las reglas del juego en las cuales uno se tiene que desenvolver y que ha permitido que ciertas empresas por ese exceso de reglas que tienen huecos por donde alguien se puede filtrar se desarrolle esta sociedad entre burocracia y algunas empresas”. Pero todo tiene remedio, decía entonces el hoy presidente: “Al final, la mejor manera que se acabe es cuando no hay más plata. Ahora no hay más plata, así que se acaba”. El Estado estaba seco, como la Puna de Atacama.

Luego, adelantaba lo que el grupo tenía en la mira ante la llegada de Carlos Menem al poder público. Dice que para terminar con la patria contratista son necesarias “licitaciones, en el mayor caso posible, enfocadas para la concesión. O sea, el que hace la obra, a su riesgo le cobra el usuario”. Neustadt ríe y se tapa la cara. “Me hablan de riesgo empresario, son caraduras, ¿qué son, el riesgo empresario en la Argentina?”. “Por supuesto”, responden Franco y Mauricio. “El riesgo empresario pedido por ustedes, ¡por favor doctor, tómeme la fiebre!”, actúa el periodista frente a cámaras.

El secretario Avruj se desentiende de ese crucial eje de la última dictadura –el económico– en su artículo de opinión publicado por La Nación. Es comprensible. Miles de despidos, devaluación del 50 por ciento, aumento acelerado de precios de productos de la canasta básica, suba de medicamentos, represión de la protesta social. Todo se asemeja a la enumeración que hace 39 años realizaba Walsh en su Carta Abierta al describir las consecuencias del plan económico de Alfredo Martínez de Hoz.

El pasado reciente del Grupo Macri, cuyo ex director ocupa actualmente la Presidencia de la Nación, impone un límite infranqueable en la condena al terrorismo de Estado, que se reduce entonces a los hechos aberrantes en la sala de torturas –imprescindible, por cierto– y destina al olvido el capítulo central de reformateo de la Argentina en vías de industrialización a la del negocio financiero, cuyas bases sentó la dictadura que hoy se repudia, y cuya continuidad asoma en el horizonte de esta nueva etapa.

Fuente: El Eslabón

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