16 El Eslabon 21-07-2016 color

Después del 9 de julio, un Manifiesto del Congreso intentó imponer el 1º de agosto el proyecto centralista sobre el “desorden”.

El 9 de julio de 1816, el Congreso que se había reunido en Tucumán en marzo de aquel año dio un paso trascendental y declaró la independencia “del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. Tras seis años de avances y retrocesos, de mucha lucha y sangre derramada, de fuertes debates entre decididos e indecisos, mientras se producían abruptos cambios en el panorama internacional, se había declarado la independencia.

Había abandonado el ridículo, como decía San Martín, por tener bandera, moneda, himno y guerrear contra España, pero seguir reconociéndose como dependiente.

Pero aquel histórico Congreso no fue la culminación pacífica de un proceso de unión y concordia entre los pueblos del territorio. Para Mitre, en su Historia de Belgrano y de la Independencia argentina, fue “la última esperanza de la revolución”.

El mismísimo Mitre declamaba: “Heroico y paradójico Congreso de Tucumán, producto del cansancio de los pueblos; elegido en medio de la indiferencia pública; federal por su composición y tendencias y unitario por la fuerza de las cosas; revolucionario por su origen y reaccionario en sus ideas; dominando moralmente una situación, sin ser obedecido por los pueblos que representaba; creando y ejerciendo directamente el poder ejecutivo, sin haber dictado una sola ley positiva en el curso de su existencia; proclamando la monarquía cuando fundaba la república; trabajando interiormente por las divisiones locales, siendo el único vínculo de la unidad nacional; combatido por la anarquía, marchando al acaso, cediendo a veces a las exigencias descentralizadoras de las provincias, y constituyendo instintivamente un poderoso centralismo, este célebre Congreso salvó sin embargo la revolución, y tuvo la gloria de poner el sello a la independencia de la patria”.

Proyectos enfrentados

No había dudas, retornado al trono Fernando VII, la declaración de independencia significaba la posible ira de la corona. Pero los representantes de aquel congreso enfrentaban lo que estiman como  una cercana amenaza todavía mayor: “La llamada desunión, la discordia, la anarquía y las rivalidades, que desde hacía seis años se dirimían a golpes de mando, encarcelamientos, exilios y campañas militares”.

De hecho, vastas regiones del ex virreinato no estaban representadas en el Congreso: Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental decidieron no enviar representantes. Tampoco asistirían diputados de Paraguay y del Alto Perú, con excepción de Chichas o Potosí, Charcas (Chuquisaca o La Plata) y Mizque o Cochabamba.

Tanta dispersión llevó a que en un manifiesto del 1º de agosto de 1816 –que reproducimos en parte– se refería casi exclusivamente al peligro de la desunión y la anarquía: “El estado revolucionario no puede ser el estado permanente de la sociedad: un estado semejante declinaría luego en división y anarquía, y terminaría en disolución (…) La desunión rompe los vínculos de correspondencia social, los de sangre y familia, las relaciones de común interés, las afecciones de amistad. (…) …coraje y espíritu para sobreponeros a la humillación presente: triunfad de vosotros mismos y de vuestras rivalidades, y contad seguros con las victorias. Legiones valientes, que malgastáis vuestro espíritu sirviendo a la anarquía que nos destruye, dad un empleo más digno al furor que os anima, y llevad vuestras iras donde los agravios del enemigo común empeñan nuestra venganza”, reseña Heráclito Mabragaña en Los mensajes. Historia del desenvolvimiento de la nación argentina redactada cronológicamente por sus gobernantes (tomo I, 1810-1910, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Compañía General de Fósforos, 1910).

La temible agitación

El agite atemorizaba a los que querían decidir la suerte de la población, tan dispar y heterogénea.

“…expedidos de las tareas preliminares que debían franquear nuestra carrera, somos a cada paso interrumpidos en nuestras meditaciones por la incesante agitación tumultuosa que os conmueve; y echando una ojeada desde la cumbre eminente en que os observamos, se ha detenido con asombro nuestra consideración sobre el cuadro que ha ofrecido a nuestra vista la alternativa terrible de dos verdades, que, escritas en el libro de vuestros destinos, nos apresuramos a anunciaros: unión y orden, o suerte desgraciada”.

El planteo que se deseaba institucional, era claro y consistía en apaciguar y unir en torno al proyecto centralizador –lo demás era la agitación–, lo que luego se llamó barbarie y más tarde subversión.

“El extravío de los principios nos alejó demasiado de los senderos del orden: el horror a las cadenas que rompimos, obró la disolución de los vínculos de la obediencia y respeto a la autoridad naciente; la libertad indefinida no reconoció límites, desde que perdidas las aptitudes de la sumisión, se creyeron los hombres restituidos a la plenitud absoluta de sus arbitrios: el poder, por otra parte, sin reglas para conducirse, debió hacerse primero arbitrario, después abusivo y últimamente despótico y violento”, advierte al criticar a quienes buscaban una verdadera revolución que alterara la lógica del colonialismo y la dependencia, que ahora fijaba su metrópoli en el puerto.

Y en ese esfuerzo por justificar la imposición de un sistema, no dudan en afirmar: “El estado revolucionario no puede ser el estado permanente de la sociedad: un estado semejante declinaría luego en división y anarquía, y terminaría en disolución”.

En ese marco, sostienen que “cuando la revolución afecta la suerte de la causa del país, es además un crimen de lesa patria… No basta reconocer y obedecer la autoridad soberana; es necesario respetar y sujetarse a su dirección y disposiciones”.

La unión hace a la fuerza o la unión a la fuerza

Centralizar y unir no es lo mismo, pero advierten que “la desunión no os es menos funesta que el desorden”. Hasta como una amenaza, apuntan que “la desunión debilita el espíritu público que por la unión se concentra, lo aniquila o cuando menos lo sofoca. La desunión rompe los vínculos de correspondencia social, los de sangre y familia, las relaciones de común interés, las afecciones de amistad. La unión al contrario todo lo consolida; y aunque sea de pura agregación, forma masas enormes difíciles de mover: con la unión todo es más fuerte”.

“¡Pueblos! ¡Ejércitos! ¡Ciudadanos! (…), dad una tregua en estos fatales momentos a vuestras disensiones y querellas: consagrad a la salud de la patria. Conspirad unidos a sostener el crédito de la autoridad que habéis creado, a que se respeten y obedezcan sus disposiciones, y a exterminar esos genios turbulentos, y veréis desaparecer en breve las sombras horribles de males y peligros, y presentarse a vuestra esperanza el cuadro iluminado con los colores más vivos y lisonjeros”. La tregua social para conformar la Patria de unos, no de los malos, advierten.

“Que renazca la unión y se establezca el orden, y veréis renovarse el espíritu patriótico casi extinguido”, pregonaban para señalizar lo maligno de esa grieta que separaba a las clases sociales y que aún disputaban por sus derechos.

La brecha abierta en 1810

La Primera Junta, apenas instalada, buscaba compaginar al territorio del Virreinato y convocó a los cabildos del interior. Pero la reforma que implicaba el cambio de gobierno, el temor a perder los beneficios que la clase dominante ostentaba y que seguía manejando el poder en las provincias, no hacía de la Junta Grande un espacio propicio para un avance revolucionario.

También el envío de tropas a Asunción, Montevideo, Mendoza y Córdoba, intentaba apaciguar y unificar a la fuerza.

Para Mariano Moreno, en ese contexto, el actuar radicalmente era la única forma de lograr enérgicas medidas. En tanto entendía a la revolución como un movimiento criollo y que esos antes humillados fueran los artífices de la reparación de sus derechos protagonizando la lucha.

En Breve historia de los argentinos, José Luis Romero ya señalaba en 1965: “El poeta Bartolomé Hidalgo comenzaba a exaltar al hijo del país, al gaucho, en el que veía al espontáneo sostenedor de la independencia. Pero Moreno pensaba que el movimiento de los criollos debía canalizarse hacia un orden democrático a través de la educación popular, que permitiría la difusión de las nuevas ideas”

Esa agitación popular, llevó a que comenzaran a “organizarse las fuerzas conservadoras, para las que el gobierno propio no significaba sino la transferencia de los privilegios de que gozaban los funcionarios y los comerciantes españoles a los funcionarios y hacendados criollos que se enriquecían con la exportación de los productos ganaderos”.

“Los liberales y los conservadores se enfrentaban por sus opiniones; pero los porteños y las gentes del interior se enfrentaban por sus opuestos intereses. Buenos Aires aspiraba a mantener la hegemonía política heredada del virreinato; y en ese designio comenzaron los hombres del interior a ver el propósito de ciertos sectores de asegurarse el poder y las ventajas económicas que proporcionaba el control de la aduana porteña. Intereses e ideologías se confundían en el delineamiento de las posiciones políticas, cuya irreductibilidad conduciría luego a la guerra civil”.

La unanimidad de la declaración de la independencia no alcanzó a la determinación de una forma de  gobierno y una constitución como, desde 1813, Artigas y los Pueblos Libres demandaban y construían en sus amplios territorios. Ese enfrenamiento, entre una revolución social igualitaria y los de una capital centralizadora y autoritaria, hasta monárquica, serán parte de futuras páginas.

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